Por: Jorge Alberto Calles Santillana
No puede estar el ambiente político nacional más contaminado y ríspido, ni el conjunto social más próximo a la ruptura que al orden acordado y negociado. Curiosamente, la desavenencia no es resultado de falta de expresión sino de su abundancia. No es el silencio lo que amenaza con llevarnos a la crisis definitiva –como suele ocurrir en las relaciones interpersonales– sino, por el contrario, el ruido. Priva la vociferación sobre la conversación. Hemos llegado a un punto en el que la mayoría está plenamente convencida de que posee la verdad y que los demás, los que piensan diferente, no sólo están equivocados sino que son una verdadera amenaza para el bienestar colectivo.
Nunca hemos sido una sociedad abierta al diálogo y a las diferencias. Difícilmente podríamos serlo cuando nuestra socialización cotidiana está basada en una cultura autoritaria de larga historia. El respeto no es la impronta sobre la cual construimos nuestra percepción del mundo; los “otros” raramente aparecen en nuestras interacciones como sujetos dignos de ser escuchados y comprendidos.
Por el contrario, los identificamos como adversarios y como peligros para nuestra estabilidad. Pero en estos tiempos, el encierro en nuestro mundo de certezas emocionales y prejuiciadas se consolida sin que sintamos atisbos de duda o remordimiento. La polarización simbólica que vivimos desde el arribo de López Obrador al poder ha venido a dar un carácter, de verdad, indudable e insuperable a las múltiples diferencias sociales y culturales que cada vez nos caracterizan más.
La presencia del discurso polarizador no es nueva. Desde que López Obrador adquirió fuerza en el escenario político y se convirtió en referente de muchos grupos, su discurso sencillo, plagado de categorías ambiguas, de fácil entendimiento, a través del cual confrontaba a las fuerzas en el poder permeó en buena medida la discusión y el análisis político. Pero desde la oposición, ese discurso adquiría sentido: creaba una agenda pública que obligaba a los grupos en el poder a responder buscando darle sentido a sus decisiones y acciones.
Así, el discurso lopezobradorista propiciaba conversación, diálogo, análisis, debate. Además de la cultura política autoritaria, López Obrador encontró en las redes sociales otro factor que propició que su decir sencillo y aparentemente claro llegara a amplias capas de población desatendidas o ignoradas por el poder y sus instituciones.
Eso hizo posible el crecimiento de su popularidad y la identificación de muchos grupos con su personaje. Pero una cosa es reclamar al poder que reclamar desde el poder. No es lo mismo denunciar al poder que denunciar desde el poder. La palabra, como reclamo, como denuncia, facilita el camino al poder.
A través del discurso descalificador, Andrés Manuel creó un mundo cuyas coordenadas eran, por un lado, los poderosos corruptos e ineficientes y sus empresarios cómplices y, por otro, el pueblo bueno, sufrido y necesitado. A fuerza de repetirlo, terminó siendo víctima de su propio discurso. Llegó a creer en la correspondencia entre el mundo-caricatura que había creado y la realidad nacional.
Sus recorridos por el territorio nacional no resultaron útiles para su formación; no alcanzó el rango de estratega, permaneció a nivel de líder provocador. Al asumir la presidencia, López Obrador decidió seguir haciendo lo que sabía hacer: ofrecer promesas a sus seguidores, redimir el pasado discursivamente. No prestó atención al hecho de que el poder exige acción. El ejercicio de la palabra no es suficiente para gobernar.
Quien gobierna hablando tenderá necesariamente a convencerse de la importancia del discurso en la medida en la que su actuar, carente de reflexión y planeación, tenga efectos en la realidad diferentes a los deseados desde la tribuna.
Antes, cuando López Obrador era opositor, no tenía otra opción que escuchar las respuestas críticas que desde el poder y la sociedad civil refutaban su versión de la realidad. La crítica que recibía, en ese momento, podía ser contestada pero no reprimida. Pero ahora, el poder posibilita y facilita su convicción: el mundo creado por su palabra es el mundo real. La tendencia a endurecer el discurso se da de manera natural.
Así, a diferencia de los tiempos anteriores, toda voz que no concuerde con la suya será, por definición, distorsionadora y, por consiguiente, peligrosa. Todos aquellos a los que antes no se les podía hacer entender sus equívocos, ahora tendrán que percatarse que su perspectiva no es correcta. Por eso hay sermón, no conversación.
Por eso la realidad se dicta, no se negocia. Por eso se invierte el tiempo, lo más posible, en hablar, no en escuchar. Quienes deben escuchar son los otros, los que deben entender que sólo hay un camino, el que dibuja su palabra. Por eso no se escucha a las mujeres, se les descalifica. Por eso no se escucha a las agricultores chihuahuenses, se les envía la Guardia Nacional y se les confiscan sus cuentas.
Por eso Taibo, el director de la editorial gubernamental, increpa a Aguilar Camín y a Krauze indicándoles que debido a que no entienden deben callar y dejar el país. Por eso nadie corrige a este antidemocrático y peligroso funcionario. Habrá que reconocer que la astucia de López Obrador consigue un éxito que no es menor: nos hace creer a todos que la política es discurso y sólo discurso. Los partidos opositores y la sociedad civil caen en el juego.
Por eso se multiplican los memes que ridiculizan al presidente, a su esposa y a sus hijos. Mientras impere la vociferación y no la conversación; mientras haya ruido de gritos y no diálogo sobre cómo enfocar, atender y resolver los grandes problemas nacionales, López Obrador se mantendrá con cierta solidez porque conseguirá imponer su verdad: la política es discurso. Nada más falso.