Soliloquio
Felipe Flores Núñez
Un par de tragedias han marcado la gestión del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Una fue la pandemia de COVID-19, que azotó por igual al mundo entero con una secuela de miles de muertes y profunda desolación.
La otra, ocurrida apenas en la víspera: el huracán Otis que prácticamente devastó al puerto de Acapulco.
En ninguna de esas fatalidades se le puede atribuir responsabilidad al gobierno federal, por tratarse de sucesos impredecibles, fuera de control.
No obstante, en ambos casos la respuesta presidencial ha sido sorprendente por tratar de minimizar los hechos y reducir su dimensión, así como para hacer creer que todo está bajo aparente control.
Cuando ocurren infortunios de esa dimensión, la sociedad espera siempre no sólo una autoridad con firme liderazgo, sino también desea respuestas prontas y efectivas.
No ha sido así, como no lo fue tampoco en 1985 cuando un sismo brutal destruyó buena parte de la Ciudad de México, y si bien el saldo de la reconstrucción aquella vez resultó favorable, fue la misma sociedad la que dio la inercia y pautas con innumerables gestos de apoyo y hermandad.
Aquella vez, al menos, hubo certeros llamados desde el gobierno. Tras declararse luto nacional, se convocó a la unidad. Eran momentos que exigían una enorme solidaridad, de la que como mexicanos siempre hemos dado muestras amplias y puntuales.
Ahora no ha sido el caso, ni con la pandemia que fue desdeñada mediante erradas políticas, ni tampoco con el huracán que no sólo afectó al añorado puerto de Acapulco, sino a otras muchas poblaciones donde además impera la pobreza extrema.
En ambas situaciones, el presidente perdió la oportunidad de erigirse como un auténtico estadista que gobierna para todos los mexicanos.
Así es él, no cambiará, pero no deja de asombrarnos por la firmeza de sus convicciones.
Desde que AMLO llegó al poder trazó su estrategia y hasta ahora no le ha cambiado “ni una sola coma”. Por nada claudica, nada lo conmueve.
A juzgar por los estudios de opinión, ese proyecto le ha funcionado. Mantiene su popularidad y su movimiento lidera ahora en las preferencias de norte a sur del país entero.
Se intuye que su plan ha sido casi perfecto: concentrar el poder y las decisiones fundamentales; conformar un equipo con funcionarios leales, aunque sean incapaces; vulnerar a las instituciones; polarizar a la sociedad; culpar de todos los males a los gobiernos pasados; amagar a los medios; mantener como fieles aliados a las fuerzas armadas y atender con apoyos económicos a muy amplios segmentos mediante programas sociales.
La regla es no salirse ni ápice, no desviarse de esa ruta ante cualquier eventualidad.
Tras los efectos del huracán, AMLO se mostró indeciso y luego hizo una imprevista y frustrada visita con la chusca escena de su vehículo empantanado.
Sostuvo entonces que “no nos fue tan mal”, declaración carente de empatía para los miles que lo perdieron todo.
Aseguró después que los acapulqueños no tendrán una “amarga Navidad”.
“Me canso, ganso”, espetó al ofrecer una pronta recuperación del puerto, la que quizá no vea al final de su mandato, pues expertos calculan que Acapulco podría volver a la normalidad no antes de 10 años.
A una semana de ocurrido el fenómeno meteorológico, anunció este martes un plan para la recuperación de Acapulco y de Coyuca.
Un listado de al menos 20 acciones, muchas de ellas elementales, en las que se invertirían poco más de 61 mil millones de pesos. No bastará. Esa cifra es muy distante a la que calcula la consultora Enki Research, que estimó las pérdidas de manera preliminar entre 10 mil y 15 mil millones de dólares.
Por lo pronto, el presidente no parece dispuesto a tocar un solo peso de los recursos que ya tenía previstos para atender sus prioridades, entre las que destaca seguir manteniendo vivo al cadáver de Pemex y financiar sus obras magnas en el sureste del país.
En ese propósito, se vio obligado a dejar de lado la confrontación que sostenía con el Poder Judicial de la Federación, al proponerle que los 15 mil millones que pretendía arrebatarle con la desaparición de sus fideicomisos, vayan directos a la reconstrucción de Acapulco.
Tal propuesta parece haber sido aceptada en primera instancia por la ministra Norma Lucia Piña, bajo la condición de que las secretarías de Gobernación y Hacienda definan junto con la Suprema Corte el destino de los recursos, pero queda pendiente no afectar los intereses de los trabajadores del Poder Judicial, quienes perciben riesgo de perder sus beneficios laborales ganados a toda ley.
Ya los diputados de mayoría guinda hacen lo propio para reconfigurar el presupuesto del año próximo. No será fácil destrabar todo ese enredo de pesos y centavos, mientras que los guerrerenses abogan con desesperación por lo mínimo: agua, comida, resguardo seguro y, en un futuro muy inmediato, empleos para subsistir.
Habrá que esperar lo que ocurra durante los días siguientes, con la certeza de que el llamado a la unidad nacional nunca llegará, no al menos desde Palacio Nacional.
Y menos llegará ahora, en la víspera de un proceso electoral que para la Cuarta Transformación es más que vital, pues se juega su existencia misma.