Desde hace mucho tiempo, los partidos políticos en México han dejado de representar a la sociedad.
Y no sólo eso, los partidos figuran entre las instituciones que menos confianza inspiran entre la ciudadanía, casi a la par que las policías.
Esa falta de representatividad, de confianza y credibilidad se debe, en buena medida, a la poca visión, escasa ética y muy errada conducción de sus respectivas dirigencias.
O a su incapacidad.
Es el caso de las principales organizaciones partidistas en el país, cuyas crisis internas son inocultables, incluyendo al partido actualmente en el poder.
O bien reflejan signos de debilidad y falta de proyectos como en el PRI, o están inmersos en conflictos internos irreconciliables, como ocurre en Acción Nacional y en Morena.
Puebla no es la excepción. Sus males los abrevan de sus respectivas dirigencias nacionales y provienen, en todos los casos, de la falta de auténticos liderazgos.
Toda una contradicción si se apela que, por naturaleza, los partidos políticos tendrían que ser comandados por auténticos líderes.
¿Es el caso de los dirigentes nacionales y locales? Por supuesto que no.
Lo que se observa es que pululan figuras oportunistas, defensores a ultranza de intereses faccionarios, capaces de cualquier cosa con tal de aferrarse al cargo… y al poder.
Se entiende que líder es, por definición, aquel capaz de influir, motivar y hacer que todos los miembros de una organización trabajen unidos en la consecución de logros, metas y objetivos compartidos.
Personajes con carisma, empáticos, con capacidad de persuasión y gestoría, además de habilidades naturales para negociar, concertar e incluso ceder.
Figuras probas, con compromiso y leales a los intereses y principios partidistas.
No los hay en ningún instituto político.
Malo que así sea, porque al no ser capaces de tener consenso al interior de su partido, menos entonces podrán conectar con sus bases y captar nuevos adeptos, militantes, simpatizantes y, claro, votantes.
El PRI nacional tiene en Alejandro Moreno a un dirigente nacional sin carisma, que no termina por entender cuál debiera ser su rol como partido de oposición. Obligado a hacer alianzas con el blanquiazul en varios frentes en la pasada elección, navega sin brújula conforme los vientos soplan.
En Morena no han podido todavía romper el cordón umbilical que los maniata a la figura presidencial y en ese trance, Mario Delgado hace lo que puede, que no es mucho. Presume de una unidad partidaria que es ficticia y parece incapaz de poder contener la escisión que se viene ante la celeridad del proceso de la sucesión presidencial.
El caso del PAN con Marko Cortés es decepcionante. Pudiera ser bastión de una gran fuerza opositora, pero ya se vio el alcance de su mira al reconocer de antemano que en las seis elecciones del año próximo, apenas podría competir en Aguascalientes.
Esos males se transmutan a Puebla: un PRI vacío, con una dirigencia sujetada a control remoto; con Morena enfrascado en pleitos y malos manejos y con un PAN cuestionado y entre jaloneos en la víspera de elegir a su dirigencia estatal.
En la renovación de sus dirigencias, calendarizadas para el cierre del año, el PRI resolvió por la fácil y sostuvo a Néstor Camarillo tras postularlo “candidato de unidad” ante el desinterés de otros posibles aspirantes y pese a los malos resultados en los recientes comicios, en los que perdió buena parte de las alcaldías que tenía.
Sumiso, enfrenta además confusas escisiones, como la protagonizada recientemente por Enrique Doger, y una notable indiferencia hacia algunas figuras que podrían ser factores de unidad y fortaleza.
En Morena hay muchos nudos por desatar. En la pasada elección, pese a sucias maniobras, mantuvo la mayoría en el Congreso local, pero perdió las plazas más importantes, incluyendo a Puebla capital y sus municipios conurbados.
Son muchos los aspirantes a la dirigencia, pero no todos tienen el perfil. La disputa por el liderazgo presagia encarnizados choques porque ya todos están con la mira en el 2024 con la creencia de poder refrendar la gubernatura por una mera añadidura inercial. Nada más falso.
Para el gobernador Miguel Barbosa, que se ha mantenido distante y respetuoso de la vida partidista, el nuevo dirigente estatal de Morena debe ser maduro, equilibrado e imparcial. “Que ese sectarismo que es muy común en la izquierda no exista, que todo sea parejito”, habría dicho.
Y en el PAN, con pronósticos reservados, el próximo domingo tendrá su proceso interno para renovar su dirigencia. ¿Qué podría ocurrir? Lo único claro es que las dos contendientes representan a grupos y a proyectos absolutamente distantes y diametralmente opuestos.
Genoveva Huerta Villegas aspira a la reelección entre duros cuestionamientos por imposiciones y venta de candidaturas en la pasada elección, además de pesarle su identificación con lo que queda de morenovallismo, representado por un desacreditado Jorge Aguilar Chedraui.
También ha sido criticada por “apañarse” una diputación federal, reservada para una militante indígena. Para bien o mal, tiene el apoyo del dirigente nacional Marko Cortés.
La otra contendiente, surgida como emergente por la obligada condición de que la presidencia fuera para una mujer, es Augusta Díaz de Rivera, que compite bajo el cobijo de la vieja y tradicional corriente panista, simbolizada entre otros por Francisco Fraile, Ana Teresa Aranda y el actual legislador Humberto Aguilar Cornado.
Diaz de Rivera cuenta además con las fichas del actual alcalde de Puebla Eduardo Rivera, cuya apuesta tiene naturales visos de futuro.
La guerra discursiva entre ambas ha sido estridente y de constante descalificación. Las acusaciones mutuas en los cierres de campaña no tienen precedente en una disputa interna del blanquiazul.
El resultado del domingo venidero es impredecible, pero lo que resulte propiciará además de una inevitable fragmentación interna, un efecto determinante en la sucesión gubernamental del 2024. No habrá tiempo de sanar heridas.
Nadie se salva entonces; ni tricolores, ni azules ni guindas.
Todos con enredos a consecuencia de la falta de liderazgos auténticos y convincentes.
Un mal que todos padecen y que hacen de los partidos meros instrumentos para alcanzar al poder.
Cada vez menos confiables y creíbles.
Y cada vez más, mucho más alejados de la sociedad.