De haberlo visto en una de las exitosas narco-series que se transmiten en Netflix o en otras plataformas de streaming, simplemente no lo hubiera creído.
Pensaría simplemente que esta vez los guionistas habían exagerado.
Cierto que en ese tipo de historias se han delatado muchas de las formas de colusión y perversa complicidad que hay entre personajes delictivos relevantes y autoridades de gobierno, pero siempre hay linderos que marcan límites.
“Ahora sí se la jalaron”, diría.
Eso de que al interior de un penal pudiera existir una amplia zona reservada para el disfrute de algunos reos, parece exorbitante.
Suena también inconcebible que al interior de un centro penitenciario alguien pudiera siquiera atreverse a edificar un anexo, con más de 100 cuartos exclusivos para ponerlos en renta entre los reclusos.
Y que en esa área reservada todo fuera posible, según las posibilidades económicas de los internos.
Un auténtico “pueblito”, pletórico de confort y privilegios, con espacios confortables que podían amueblarse y acondicionarse al gusto del inquilino.
Habitaciones equipadas con aire acondicionado y baños con regaderas dotados de sistemas para hidromasaje, como en los hoteles de cinco estrellas.
Refrigeradores para conservar todo tipo de alimentos.
Desde luego, los huéspedes tendrían ahí derecho a todo tipo de canonjías y tratos especiales para su goce personal.
Visita íntima o servicios sexuales en cualquier horario.
Alcohol y drogas también.
Restaurante, gimnasio, tienda de ropa y zapatos, estética, abarrotes y ferretería.
Áreas con un kiosko y mesas con palapas para socializar con otros reos, visitantes, amigos o familiares.
También un bien dotado botiquín para almacenar medicamentos bajo receta para tratar enfermedades comunes, en refrigeración o sin ella.
Imposible que eso pudiera existir, a la vista y con el conocimiento de todos.
No así en caso de que atrás hubiera toda una bien estructurada red de corrupción. Eso fue lo que ocurrió en el penal de San Miguel.
Desde hace años, los operadores de tan inédito y complejo sistema obtenían como ganancia unos tres millones de pesos por semana; 12 millones de pesos al mes; 144 millones de pesos al año.
Suficiente botín para tapar la boca y aniquilar conciencias de custodios, directivos del penal y hasta secretarios de Seguridad Pública de pasados gobiernos y hasta del actual.
Al menos dos recientes altos mandos estaban perfectamente enterados y abiertamente coludidos.
Desde que comenzó la actual administración estatal, ambos en su momento recibieron la instrucción expresa de destruir esa zona, pero fueron omisos. Mintieron al informar que la orden ya estaba cumplida.
Desobedecieron, engañaron, fueron cómplices para seguir obteniendo canonjías, sus tajadas de dinero.
Pero como en toda buena historia, hay un final feliz. La tercera fue la vencida.
Enterado de que los embusteros funcionarios le habían mentido, el gobernador Miguel Barbosa dio un manotazo en la mesa y le exigió al actual secretario Daniel Iván Cruz Luna –cuyo trabajo al momento acredita eficiencia y probidad– que procediera “de inmediato” a la destrucción completa de El Pueblito.
La orden se cumplió a cabalidad durante la semana que concluye. Maquinaria especial tumbó ladrillo por ladrillo aquella edificación levantada con materiales de calidad y sofisticada ingeniería.
Ya no queda nada de aquel paraíso. Ahí se construirán nuevas zonas para dormitorios generales y un comedor.
Algunos de los reos que vivían como reyes en El Pueblito ya habían sido trasladados a otros penales de alta seguridad. Otros se vieron obligados a regresar a sus celdas para vivir en la monotonía y precariedad de los demás.
Ahora suspiran con tristeza y añoran los privilegios que tuvieron y que jamás volverán.
Hay muchas otras historias que corren en paralelo al interior del penal de San Miguel.
Acontecimientos difíciles de creer en los que prevaleció por mucho tiempo lo más oscuro del mundo delictivo.
Abusos, complicidades, corrupción. Páginas enteras de sucesos que ni el más inspirado guionista se hubiera imaginado.
El reciente incidente del bebe Mateo es apenas uno de esos inverosímiles pasajes. Quizá ese fue el detonante para descubrir toda la perversidad que había tras las paredes del reclusorio de San Miguel.
A todos sorprendió que dos mujeres intentaron introducir al penal el cuerpo de un bebé, que previamente había sido exhumado de un panteón de Ciudad de México. El caso fue descubierto, aclarado y los responsables están detenidos bajo proceso.
Pero eso de El Pueblito pareciera una exageración. Pero no lo fue.
En el final feliz de esta historia, que ni Netflix creería, ganaron los buenos.
Faltaría quizá una segunda parte, un capítulo adicional como en la serie Breaking Bad, en la que sean aprehendidos altos funcionarios de anteriores gobiernos y los del actual que permitieron la aberración de El Pueblito. Que implacable, el peso de la ley cayera sobre de ellos.
Dan ganas de verlos ahí, en el mismo penal de San Miguel que tantas ganancias les dio, pero ahora en la soledad de una oscura y fría crujía.
Sería un buen y muy justo final de esta inaudita historia.