Soliloquio
Felipe Flores Núñez
Si yo fuera el presidente, la tragedia de Ciudad Juárez me hubiera conmovido y también, indignado al máximo.
La mañana del día siguiente hubiera ordenado que la bandera nacional que ondea en el zócalo –lugar simbólico de la 4T que encabezo– se pusiera a media asta. Sería esa una señal de duelo; un mensaje de sincero y dolido luto.
Luego, al inicio de mi conferencia mañanera, hubiera pedido un minuto de silencio para los 39 migrantes que murieron calcinados en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración y anunciaría que, al terminar mi encuentro con periodistas, viajaría a Ciudad Juárez convencido de que esa era mi obligación moral.
Sin preámbulos, en mi exposición que se transmite día a día a nivel nacional y en tono enérgico, además de lamentarlo profundamente, hubiera lanzado una muy severa condena a los hechos.
Reconocería sin tapujos que hubo omisiones, negligencias, violaciones a los derechos humanos. Evitaría a toda costa criminalizar a las víctimas, tampoco acusarlas de que “ellos causaron el incendio”.
Partiría de la premisa de que los migrantes que canjearon su sueño por una pesadilla perdieron la vida cuando estaban bajo el resguardo del gobierno mexicano, en una instalación del gobierno de México y, presuntamente, cuidados por funcionarios públicos del gobierno mexicano.
Asumiría entonces la posibilidad de un crimen de Estado, pero enfatizaría que esta vez no quedaría impune. Son muchos los responsables, pero también muchos los culpables. En ese deslinde y con la ley en la mano, sin complacencias, afirmaría que todos los implicados tendrían que responder por sus culpas.
En un acto de congruencia a mi arraigada narrativa, insistiría una vez más que en la 4T no somos iguales. Que los tiempos de la impunidad y las complacencias quedaron atrás. Ya no más los casos del pasado neoliberal, que duramente tanto se ha condenado. Episodios tristes que todavía nos avergüenzan, como el Casino Royale, en Monterrey; como el de San Fernando, en Tamaulipas; como el de la Guardería ABC, en Sonora; como el doloroso de Ayotzinapa, aún no esclarecido.
Como primera acción concreta, públicamente, hubiera ordenado el cese inmediato de Francisco Garduño Yañez, titular del Instituto Nacional de Migración, por más que fuera cercano amigo y fiel colaborador. Aquí la lealtad no pesaría más que la eficiencia y la capacidad.
Es inadmisible que haya tolerado esas condiciones de hacinamiento, encierro y nada dignas en las estancias migratorias.
Si acaso, ahora entendería la actitud omisa de ese funcionario que soslayó un dictamen emitido desde 2021 por la Auditoría Superior de la Federación, en la que le advertía anomalías en el INM. Ese dictamen hacía referencias sobre “fallas en la gobernanza y control interno institucional para atender con eficiencia los asuntos en materia migratoria, a fin de garantizar la transparencia y la gestión eficaz y eficiente de los recursos asignados”, y que había servidores públicos que no acreditaron el nivel o área académicos requeridos o los años de experiencia necesarios”.
Por otro lado, hubiera dispuesto también la presencia en mi mañanera del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, por más que fuera una de mis corcholatas predilectas, para que en su calidad –por ley– de responsable directo del INM, ofreciera un relato completo y pormenorizado del fatal acontecimiento. Hacerlo así es su obligación, en un ejercicio de verdad y absoluta transparencia, en apego a uno de nuestros principios: no mentir.
También debería estar ahí Marcelo Ebrard, que como secretario de Relaciones Exteriores tiene injerencia en el tema, e incluso facultades otorgadas según el acuerdo que yo mismo había consensuado entre ambos funcionarios.
Nada de echarse la bolita y, si bien es “perverso” darle un enfoque político al acontecimiento por los tiempos preelectorales, les diría que la imagen personal es lo que ahora importa menos.
A la conferencia ante medios hubiera invitado también a Alejandro Gertz Manero, fiscal General de la República, a quien exhortaría, respetando su autonomía, que procediera en este caso sin sesgo alguno, con el máximo rigor y con apego estricto a la ley. Nada de culpas para funcionarios menores, ni de chivos expiatorios, como antes se acostumbraba para “taparle el ojo al macho”.
Pediría que las indagaciones también dilucidaran quién o quienes decidieron recurrir a empresas privadas para el manejo de las estancias migratorias, que escudriñara hasta saber cómo fueron los procedimientos de licitación para determinar la concesión de sus contratos. A simple vista se advierten actos de corrupción que no deben tolerarse.
Ordenaría que se anularan los millonarios acuerdos con empresas privadas, para que, de inmediato, fuera la Guardia Nacional la que se hiciera cargo de las tareas de seguridad en todas las instalaciones del INM.
De igual manera, sugeriría enfocar la investigación hacia el contraalmirante en retiro Salvador González Guerrero, responsable directo de la estación migratoria, quien tendría que explicar, entre otras cosas, las razones por las que convirtió la estación de resguardo de Ciudad Juárez en una cárcel, con todo y celdas con barrotes y bajo cadenas con candados.
También debería justificar la razón por la que nombró a Alberto Saguilan García como jefe de Control Migratorio, sin tener ninguna experiencia en la materia, cuya ocupación anterior era la de gerente de un yonque o deshuesadero en Ciudad Juárez (¿Nada de cuotas ni de cuates…?).
Enviándoles expresiones de consternación y lamento compartido, también enviaría una carta diplomática de condolencia a los presidentes de Guatemala, Colombia, Ecuador, El Salvador, Venezuela y Honduras, países de origen de los migrantes fallecidos. Sería un mensaje respetuoso, fraterno y solidario frente a un fenómeno social que compartimos de manera histórica e irremediable.
Y por supuesto, entre lo más relevante que haría, si fuera el presidente, sería establecer contacto inmediato con el mandatario de los Estados Unidos de Norteamérica, Joe Biden.
Aun entendiendo que, como aquí, allá se cruzan aires electorales, le convencería sobre la urgencia de compartir acciones en materia migratoria y le pediría que a la brevedad revisáramos conjuntamente nuestras políticas migratorias, y que corrigiéramos lo necesario para hacer prevalecer, ante todo, una nueva visión que fuera más justa y mucho más humanitaria.
Sería firme en la convicción de no ser permisibles con chantajes, como los que hubo en el mandato de Donald Trump, ante quien el gobierno mexicano tuvo que ceder con el envío de 27 mil soldados y elementos de la Guardia Nacional a la frontera con Guatemala, para impedir el paso de migrantes, ante su amenaza de imposición de aranceles a productos mexicanos.
Para el diseño de una nueva política pública, debería quedar claro que los migrantes ya no deben ser una moneda de cambio para lograr objetivos comerciales y económicos. Ya no más la política migratoria de exclusión e indignidad que ahora prevalece. Ya no más el papel de tercer país “seguro” para los migrantes que intentan cruzar a los Estados Unidos.
De manera interna, replantearía además las políticas públicas relacionadas con el desarrollo regional, la atracción de inversiones y la promoción del empleo, entre otras muchas acciones para inhibir, en lo posible, la migración de mexicanos.
Eso y mucho más haría si fuera el presidente, para resarcir los daños y en justicia a las víctimas, pero sobre todo para que hechos trágicos, como los de Ciudad Juárez, no vuelvan a ocurrir nunca, jamás.