Soliloquio
Felipe Flores Núñez
El sistema de partidos está resquebrajado y lo peor de todo es que no hay viso alguno que sugiera su pronta reconstrucción. Hoy Morena se erige como actor absoluto.
En el teatro nacional, es dueño del monólogo.
Muy atrás quedaron los tiempos en los que el PRI, PAN e inclusive el PRD dominaban el escenario político nacional y local.
De todos ellos hoy quedan sólo ruinas tras el tsunami de Morena que se llevó todo; allá y aquí también.
Ya los estudiosos de la ciencia política harán de manera meditada y científica los análisis pertinentes, pero a simple vista resulta fácil asomarse a las causas más inmediatas que provocaron la debacle.
Cierto que la ola de Morena arrastró a favor de su corriente con todos los recursos que permite el oficialismo –desde la intervención maniobrada en Palacio Nacional hasta la influencia de los programas sociales–, pero es innegable que quienes conformaron la fallida coalición opositora pusieron también mucho de su parte.
Parece inverosímil, pero PRI, PAN y PRD jugaron para perder y acabaron por dejar sola a la candidata presidencial Xóchitl Gálvez. Ella lo define con brutal sencillez al deducir que “tuvimos mucha sociedad, pero pocos partidos”.
Entre torpes, corruptos e ineficientes, los líderes de los partidos opositores fueron un cero a la izquierda al hacer prevalecer sus intereses. Su liderazgo fue nulo y tremenda la lejanía con sus bases.
Además, se creyeron el cuento de que la “ola rosa” sería su salvavidas.
Ahora se lamentan.
Si bien es consecuencia de la inercia nacional, lo acontecido en Puebla es patético.
El PRD quedó en cenizas, pierde su registro, desaparece.
En Puebla apenas alcanzó el 2.1% de la votación, equivalente a poco más de 50 mil sufragios.
Triste para un partido que surgió hace 35 años con la esperanza de erigirse como una real alternativa no sólo paras las fuerzas de izquierda, sino para un amplio segmento social ávido de nuevos rumbos en el país ante el hartazgo de un bipartidismo inoperante.
Bajo auténticos liderazgos, como los de Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez, el PRD comenzó a ganar posiciones y simpatías.
De ahí se obtuvieron las primeras gubernaturas: Zacatecas, Tlaxcala y Baja California Sur y luego la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, así como presencia importante en el Congreso.
Luego la ambición rebasó a los principios. La conformación de corrientes, grupos y camarillas provocó escisiones, una de ellas encabezada por Andrés Manuel López Obrador que acabó por configurar al movimiento que derivó en Morena, ahora dueño del pastel completo.
El PRI por su parte no acaba de salir del desconcierto. Sin estructura, sin militancia, sin liderazgos, deambula en absoluto extravío. Hace tiempo que abandonó a su base social. A precio muy caro, hoy paga las consecuencias.
En Puebla, de 53 ayuntamientos que tenía, ahora se quedó sólo con 32, la mayoría de precaria representación.
Con un dirigente nacional como Alito Moreno, al PRI le queda muy poca posibilidad de resurgir. Y menos cuando hay alfiles tan incapaces como el que se vio en Puebla en la figura inútil de Néstor Camarillo, al que quizá el karma le alcance por simularse “indígena” para alcanzar una senaduría que a todas luces no merece.
El caso es que al PRI actual nadie lo salva. Imposible resucitar a un cadáver. La actual crisis es mucho peor que la del 2000, cuando después de 70 años perdió la presidencia con la espectacular irrupción de Vicente Fox.
El PRI como marca ya es un fiasco, urge desaparecerla como lo sugiere cualquier manual básico de mercadotecnia.
Es ahora el momento de un nuevo proyecto construido desde abajo.
Otros colores, otras siglas, otro nombre. Y por supuesto, otros dirigentes que tendrían que reconstruir desde abajo con figuras de probada capacidad y calidad moral. Hay personajes capaces. Urge rescatar al barco ahora en la deriva.
La del PAN es otra historia. También en debacle, conserva todavía una amplia militancia y tiene el arraigo de su ideología. Su reto será al menos mantenerla pese al duro traspié del 2 de junio, para lo cual es obligado antes que nada deshacerse de su dirigencia.
Para el fracaso del PAN en Puebla, también la fallida conducción fue factor determinante. Perdió siete ayuntamientos, destacándose por su relevancia el de Puebla capital. Como el PRI, tampoco ganó ninguna diputación local ni federal.
Ahora los panistas están enfrascados para renovar su dirigencia y son muchos los que se diputan las migajas. El proceso será complicado porque se anteponen intereses personales, impera el desacuerdo.
En la disputa que dejará aún más heridos, sobresalen Eduardo Rivera Pérez, Mario Riestra Piña, Edmundo Tlatehui Percino, María Guadalupe Leal Rodríguez, Mónica Rodríguez Della Vecchia, Gabriel Oswaldo Jiménez López y Rafael Micalco Méndez.
Es evidente que en todos los casos de los partidos opositores hay culpables y víctimas, pero en ese recuento los dirigentes tienen la mayor responsabilidad.
Vea si no: cuando Marko Cortes llegó a la presidencia del PAN en 2018, su partido tenía 11 gubernaturas; hoy sólo se quedó con cuatro.
En 2019 que llegó Alito al PRI, gobernaban 12 entidades; ahora sólo tendrá dos.
Y en 2020, al llegar Jesús Zambrano a la presidencia del PRD, gobernaban en dos estados; ahora no tiene ninguno.
En conclusión, los partidos de oposición están hoy en cenizas y el riesgo no es menor. Sin partidos no existe democracia. Y aún menos sin la participación social.
Urge pues una reconfiguración absoluta de todos los institutos políticos. El mismo presidente Andrés Manuel López Obrador lo ha sugerido para que exista en el país el tan necesario contrapeso.
Con o sin Xóchitl Gálvez entre sus protagonistas; con o sin la inspiración de una movilidad como la que mostró la “marea rosa”, lo que parece urgente ahora es el surgimiento de una organización social capaz de dar la pelea desde la vía electoral ante el amago de un eventual autoritarismo.
En el afán de hacer prevalecer el Estado de Derecho y otros valores institucionales, hay suficientes banderas para enarbolar.