Por: Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Leo y lees. A saber :“Se asan los jitomates, y despellejados se les quitan las pepitas, se machacan bien con la mano y se les mezcla chile verde y cebollas bien picadas; se sazonan con sal y pimienta, y después se agrega el vinagre necesario, echándole aguacate mondado bien picado, un poco de aceite por encima y orégano en polvo.”
Es una recomendación para exaltar la salsa de jitomate, chile verde y aguacate, no de un chef –afortunadamente– sino de una cocinera poblana del siglo XIX que escribió un cierto “Formulario de la Cocina Mexicana”.
Poco creíble, pero real, en un momento de antojo, alguien exigió en Buenos Aires tal salsa en uno de sus restoranes favoritos -lo sé por cierta mención de un tal Alfonso Reyes-, en la cantina Norte, en la vieja callejuela Charcas número 786 (hoy calle Marcelo T. de Alvear) que, según me contaron, mantiene su diligente carta de vinos, también.
Y le sirvieron tal mole con los adecuados ingredientes previamente tatemados.
Para bien, y no para tan mal, según cuentan en un indiscreto cuento incontable.
Algunos presumen de cocinas conocidas –y hasta recorridas– sin haberlas visto pero, los más, carecen del paladar y aventuras vividas para exigir el amor oral, cálido, húmedo, suave, penetrante, terso, rítmico, pausado, apasionado e inquieto de los alimentos.
El gusto no es un gusto.
Es una sensación nunca precoz.
La sensación de sentir.
No todos.
Sólo quienes fuimos educados entre leña, ollas de barro, braceros, comales, y entre ladrillos y canteras. Y una buena mirada y nariz al oler el hervor de un caldo bien condimentado.
Delicioso al llegar a su fin.
Nicolás Fernández de la Fuente, escribano del cabildo de la Puebla del siglo XVI, en algún momento dedicado al ocio redactó que la cocina india era “más espesa que los manjares de una dama reluciente y poco abrigada”.
No entiendo lo dicho por él, pero antoja.
Refería a una tal Isabel: “Doncella de párpados cortos de raro marfil y labios de sangre profunda”, acotó en cierta carta cínicamente lujuriosa.
Su nombre extenso será un enigma para quienes no la conocimos.
Pero compartirlo, por lo bello de esa descripción, es mi deber y salvación.
En lo que tal vez sea un párrafo del recetario poblano de uno más de esos amores callados.
De esos amores ocultos.
Como hay muchos.
En esta Puebla de amores soñados y escritos en manuscrito en la madrugada.