Aunque hay confusiones sobre la fecha exacta, diversas fuentes confirman que mañana –lunes 28 de febrero– se cumplen justo dos años de haberse registrado el primer caso de infección por COVID-19 en México.
Se trató de un joven de 35 años, quien recién había regresado de un viaje al norte de Italia y debió ser aislado en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, en Ciudad de México.
Un segundo contagio en el país fue ubicado días después en Sinaloa y se confirmó también de otros casos sospechosos en Oaxaca, Hidalgo y Guanajuato.
El primer fallecimiento habría ocurrido el 3 de marzo, cuando los casos de contagio ya se habían replicado en varias zonas del país.
La pandemia incursionó a Puebla una semana después, el 10 de marzo, al confirmarse el primer caso en un hombre de 47 años, empleado de la empresa automotriz Volkswagen, quien había viajado a Italia.
Se supo en esos días de otros casos de contagio, como el de varios estudiantes del Instituto Iberia, que hicieron un viaje también a Italia para una presentación de ballet folclórico, así como el de un grupo de amigos residentes en la capital poblana, que habían sido infectados tras esquiar sobre nieve en los Estados Unidos.
En los meses siguientes la pandemia arreció de manera exponencial en el territorio nacional. Las estadísticas de contagios y decesos generaron miedos. En torbellino, aumentaron las afectaciones en todas las actividades económicas y sociales.
Eran esos los inicios de lo que ha sido una penosa y larga pesadilla, que luego prolongaría aún más su estadía con una segunda, tercera y hasta cuarta ola de contagios al año siguiente y que todavía prevalece en 2022, aunque con daños menores tras la intensa aplicación de las vacunas.
Hoy se afirma que “vamos de salida” en base a un claro descenso en las cifras, cuyo alcance –no obstante– es significativo.
Hasta ayer, desde el inicio de la pandemia hace dos años, son casi 5.5 millones los contagios acumulados y los decesos en el país llegaron a los 307 mil 683.
Los números son muy considerables y al estar por encima de las previsiones, obligan a una puntual evaluación para determinar la existencia de muy posibles errores para actuar en consecuencia.
Habrá tiempo para juzgar con mayor sustento, pero todo indica que se ha fallado no sólo en la estrategia, sino también en la forma de comunicar a la población.
En ambos casos se ha observado, por decir lo menos, displicencia e improvisación.
Para nuestro infortunio, la pandemia apareció en el país en una coyuntura complicada, tras el desmantelamiento que el gobierno de la 4T había propiciado en todo el sistema de salud.
A esa situación de alta vulnerabilidad se sumaron subsecuentemente otras fallas, como la decisión de centralizar todo el proceso de vacunación, lo que generó problemas logísticos en las primeras fases de aplicación y entorpeció la necesidad de una mayor y rápida cobertura.
Persistió también –y aún se mantiene– una equivocada clasificación de los grupos de edad que deberían ser atendidos, lo que obligó incluso a que mucha gente recurriera a recursos legales –amparos– para recibir la vacuna.
Hasta hoy, a diferencia de muchos países del mundo y la región, el gobierno se resiste a vacunar a los niños de 5 a 11 años.
Igual de lamentables fueron las formas en las que el gobierno federal manejó sus políticas de comunicación, al prevalecer poca seriedad y un afán inexplicable de minimizar en diversos momentos los riesgos y efectos de la pandemia.
Así transitamos desde el desdeño al uso del cubrebocas, a las estampitas protectoras que exhibió nuestro mandatario –contagiado por cierto un par de ocasiones– y a un caudal de declaraciones absurdas y hasta estúpidas del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, imperdonable en su calidad de liderazgo ante la pandemia.
Por lo visto el gobierno federal nunca hizo caso de las reiteradas recomendaciones que hizo la Organización Mundial de la Salud, respecto a la relevancia de sostener una política de comunicación sólida y coherente.
El objetivo de los lineamientos de comunicación, también diseñados por la Organización Panamericana de la Salud, era fundamentalmente “promover una respuesta proactiva por parte de la población ante las amenazas y desafíos presentados en la emergencia del coronavirus”, así como “evitar noticias falsas o tendenciosas que puedan alterar el orden social o daños a la salud mental de las personas”.
Ante ello, se pidió a los gobiernos actuar para generar confianza y credibilidad, oportunidad temprana para anunciar, transparencia, involucrar a la comunidad, planificar con tiempo, cumplimiento de metas de comunicación por COVID-19, certeza en los mensajes y orientaciones en la comunicación de riesgos, entre otros aspectos.
Y por ello recomendó que la información gubernamental a las audiencias públicas “deba ser accesible, técnicamente correcta, honesta, transparente y suficientemente completa para promover el apoyo de políticas y de medidas oficiales sin parecer condescendiente con el público”.
Lo anterior, para evitar infundir pánico en la población, al tiempo de promover prácticas colectivas realizadas por la audiencia, que contribuyan a resolver los problemas generales, en este caso, prevenir los posibles riesgos del coronavirus.”
Nada de eso se hizo, aun más, se transitó en sentido contrario.
A dos años de distancia, hoy la pandemia parece ceder. Cierto que “vamos de salida”, aunque nada será ya como antes. Tenemos que aprender la lección y en todos los sentidos, ajustarnos a los nuevos tiempos.
Será un proceso de aprendizaje y de nuevos retos que no excluye la exigencia de un recuento muy puntual sobre todo lo que se hizo bien, que lo hay y debe reconocerse, pero también de los errores cometidos para no reincidir jamás en ellos.