Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
Para la mayoría de los directores, la ópera Wozzeck representa un reto.
La evaden a tal estima que el austriaco Alban Berg, su creador, es hoy uno de los compositores no impuestos e ignorado en el “top 100” de la música académica mundial, pese a ser uno de los grandes innovadores de la ópera “moderna” con ímpetu.
El de él es un antecedente sonoro rebelde y lleno de disonancias desconocidas –hoy poco estudiadas–, que remiten a una segunda década del siglo XX de posguerra, en un manglar perdido de óperas en los opuestos desiertos de lo desconocido.
Sonidos que son un rompimiento con el modelo tonal tradicional de la música, al que llamaron dodecafonismo, según dictan los que mucho saben de estos canastos y menesteres, a partir de una mente brillante como lo fue Arnold Schönberg. Eso es lo de menos, pues lo desconozco.
Cada ejecutante de orquesta enfrenta Wozzeck como un reto personal, lo que nos hace recordar el tempo de vals de Jean Sibelius –en su Vals triste–, tan simplemente simple como complejamente complejo. Y triste.
Esa danza fúnebre de una madre que baila antes de morir ante su hijo cansado y ya dormido por los estragos del cigarro y el alcohol. Así tal cual lo vivió cierta noche el compositor finlandés.
Retomando: al escuchar la ópera Wozzeck, percibimos una obra distorsionada, una ópera que es el antecedente y madre de lo que en la ocasión ya reciente hemos llamado “música electrónica” contemporánea. Que a muchos no les es agradable, por cierto.
Tal vez tienen razón.
O su razón.
O nuestra soberbia opinión, que nunca es humilde.
Pero eso no es motivo de insomnios. Benditoseadiós
…
En ocasiones hay que asumir ese tránsito imaginario que permite pensar en supuestos, mas no en verdades absolutas del arte sonoro.
Entre lo que es razonado o dicho a bote pronto.
Entre el silencio y la sonoridad.
Cerremos los ojos a lo maravillosamente inútil.
Contexto: un barbero sobajado y menospreciado por cierto cliente es quien inicia, con y en esta obra enriquecida, a punta de una navaja, ciertos relatos de los momentos de la indignidad de los dignos.
Los pobres explotados.
Pero también de los ricos sobreexplotados.
O autoexplotados.
Autovictimizados, tan frecuentes también.
Y es que en la ópera Wozzeck continúa esa fijación a lo largo de cantos dialogados en casi dos horas. Pero no contaré el desarrollo ni el final, por las fantasías que podría generar.
Georg Büchner, dramaturgo que dejó incompleto el texto original, pacta un desarrollo diferente y acantilado por voces no descritas, pero que cantan.
Alban Berg las retoma, pero con un sentido diferente, sabedor de que vivía en una entreguerra, como esas impuestas y deseadas por Alejandro, el conquistador, siglos atrás.
Tal como hoy.
Escribir de la ópera Wozzeck nos remite a escucharla, especialmente en esa parte casi final: “Si tengo sangre en las manos, es porque no he estado contigo y he herido a alguien. ¡Pero no soy culpable!”.
Una ópera que nos muestra cómo podemos herir en silencio, como ahora lo hacemos en la comodidad de una red social.
Sin culparnos, porque somos inocentes.
Blasfemando al prójimo por no tener nada qué hacer.
Con blasfemias mediáticamente soberbias e inútiles. Como aquel que escribe a partir de su imaginario, o sólo para herir a alguien. Y en ocasiones, hasta matarlo por autoimpotencia.
Humilde o soberbio, nadie lo juzgará. Nadie atreve juzgar al victimario.
Aquel supuesto juez victimario que persiste cínicamente crucificando cotidianamente con placer a cuerpos ajenos, pero bendecidos.
Así como aquel que humilló y delató la falsa ineptitud del barbero de Wozzeck: complaciéndose por martillarlo cada viernes, todos los días.
Con tres clavos.