Por: Rosa María Lechuga
La vida no se equivoca. Me ha dado al mejor maestro. ¿Su nombre? Rafael Lechuga Aparicio.
Nacido en Pahuatlán, Puebla, quinto hijo de seis hermanos, salió de su natal tierra a los 14 años para continuar sus estudios y convertirse en “maestro”.
Eran los años 60 donde apenas el sistema educativo mexicano se consolidaba tras el sueño de José Vasconcelos. Para 1963, Don Rafael había ingresado al Colegio Benavente, becado y donde se tituló en 1966 con una especialidad en “Historia”.
A sus 19 años comenzó su peregrinaje donde le tocó ser el maestro de comunidades tan alejadas de la capital como Ejido de Minillas, San Sebastián Teteles, algunos municipios como Los Reyes de Juárez, Yehualtepec o Cañada Morelos, hasta que llegó su cambio a la ciudad de Puebla.
Como maestro de educación primaria, logró una base en el estado donde sirvió por 49 años (por cuestiones de salud se retiró) y otra más en la Federación, donde cumplió 36 años de servicio ininterrumpido.
Formador de muchas generaciones, el oriundo de la sierra norte llevó una vida bastante difícil y cargada de trabajo, como lo es justamente, la vocación del maestro, sacrificada y con una entrega total.
Dentro del Programa Nacional de Carrera Magisterial, en 1993 logró acreditarse en categoría B y C en la plaza de la “Federación” y “Estado”, respectivamente. Pero quien piense que su vocación fue difícil por los años, por las condiciones de transporte, por la lejanía de las comunidades, por la infraestructura educativa que hoy en día continúa siendo miserable, por haber salido de su casa siendo todavía un niño, se le olvida que es un trabajo 24 horas por 24, los siete días de la semana.
En la avenida Washington número 12 de la colonia América Norte de la ciudad de Puebla, don Rafael llegaba al filo de las 18:30 horas a su casa donde tras una jornada compuesta por dos turnos y apenas media hora para trasladarse a la segunda escuela, para preparar las clases del día siguiente, material, temas, cenar, atender a sus hijos (cuatro) y dormir.
Si hay una profesión a la cual México le queda mucho a deber, es la de ser “maestro”. Porque no se valora, el tiempo que se le invierte a cada clase preparada, el amor que se le pone a educar a los alumnos porque de cierta forma, se terminan convirtiendo en padres, psicólogos, enfermeros, guardianes, policías, amigos, mentores y hasta en consejeros conyugales de los padres que educan, ya ni hablemos del dinero que “a veces sale” del propio bolsillo.
No hay más que mirar a los maestros en zonas de narcotráfico como en la Costa Chica de Guerrero donde arriesgan su propia seguridad o a Blanca, maestra del medio rural donde se tiene que levantar a las 03:00 horas para llegar a su escuela de trabajo caminando por dos horas.
Por eso sirvan estas líneas para agradecerle a Don “Rafael”, pero también a cada una de las maestras y cada uno de los maestros de todos los niveles educativos que este 15 de mayo celebran su día y que han tenido que pasar por situaciones similares, con tal de sacar adelante lo que ha sido su elección de vida profesional.
Un día no basta para agradecerles todo el trabajo que han hecho, pero no reconocerles sería peor. Así que gracias a mi tía Cecy, mi tía María de la Gracia, a mis primas Cecilia, Enedy, Fer, mi hermana Claudia, a Alejandro Farfán, a Ruth, al profe Ramón, a Zayana, a Margarita, a Angélica, a Graciela Batista, a Javier P. Siller, a Sebastien, a Manlio, quienes a través de su conocimiento han beneficiado a muchos alumnos. Y en especial a ti, papá. Gracias por ayudarme a construir las alas de mi libertad, por protegerme siempre, por enseñarme desde pequeña a ser guerrera y no princesa, a inculcarme la lectura, por dejarme crecer entre libros, por llevarme y traerme de la escuela, por hacer de mí una mejor alumna, rebelde, pero disciplinada.
Gracias por que a esa niña que corría bajando las escaleras para recibirte en punto de las 6:30 de la tarde para ayudarte a cargar tu maletín, le heredaste la mejor herramienta para hacer frente a la vida, la educación. ¡Infinitamente gracias!