Jorge Alberto Calles Santillana
La discusión política en México está cada vez más crispada. Predominan enfrentamiento y descalificación por lo que se diluye la posibilidad del debate que reclama en estos momentos el país, cuando su sistema social atraviesa, por un lado, por una etapa de redefiniciones globales y locales y, por otro, por una coyuntura sanitaria apremiante. En muy buena medida, esto es resultado de que el presidente se obstina en asumir que la realidad sólo tiene dos tonos: el de la claridad y el de la oscuridad y que él es quien ocupa la zona clara y quienes no concuerdan con él, la oscura. De allí que no haya posibilidades de conversación porque toda interlocución debe realizarse sobre el inmodificable supuesto de que “estás conmigo o contra mí”. No hay diálogo posible cuando una de las partes presume poseer la verdad, sobre todo si esa parte es la que ostenta el poder.
Dos asuntos son incuestionables. Primero, el diagnóstico que el candidato López Obrador hacía del país era parcialmente correcto: México es (sigue siendo) un país terriblemente desigual, con altos índices de corrupción, un paraíso de la impunidad y en el que la justicia no se aplica para todos. Segundo, acertaba también al denunciar que los últimos presidentes habían cedido poder a intereses de todo tipo, aun cuando exageraba al comparar la figura presidencial con un florero. Pero su lectura era sesgada: sólo enfatizaba los déficits (verdades que nadie desconocía), sin reconocer que a pesar de todo y aunque de manera deficiente e insuficiente, la economía mexicana había crecido de manera consistente durante dos décadas. Pero sobre todo, dejaba sin mencionar la construcción lenta y no libre de dificultades de instituciones, prácticas y culturas que de a poco habían ido acercando a la vida política y social del país al modelo democrático y que desdibujaban nuestro autoritarismo. Ese diagnóstico y su promesa de cambiar las cosas convencieron a los 30 millones que lo llevaron a la presidencia.
Sin embargo, no fue un candidato que pudiera ofrecer algo más que un diagnóstico y una promesa.
Consecuentemente, su presidencia no ha resultado ser lo que prometió y lo que la población esperaba.
No basta con exhibir las carencias y tener intenciones de superarlas. Conocimientos claros y profundos sobre los problemas y métodos pertinentes y probados son requeridos para enfrentarlos y resolverlos. Cuando no se cuenta con ellos, no queda más que construir el éxito a través de narrativas. Eso es lo que ocurre en las múltiples conferencias que ya se ofrecen todos los días. Pero en la medida que las narraciones tienen poca relación con la realidad, cualquier cuestionamiento resulta peligroso e inadmisible. Por eso es que descalifica a todo aquel que presente una versión de la realidad nacional diferente a la que alegremente él ofrece cada mañana. Ciertamente, la situación de una mayoría de la población se había venido haciendo cada vez más precaria durante los últimos años. Ciertamente, éste era un asunto cuya atención no podía seguir siendo postergada. Pero no hay una y sólo una manera de ocuparse de él. Ése es el problema. El presidente López Obrador sólo ve una forma de cambiar las cosas y no admite críticas, ni sugerencias siquiera. México es una sociedad muy compleja y esta característica jamás fue incorporada por López Obrador en su diagnóstico. Ésa es la razón por la que su manera de percibir los problemas y enfrentarlos lo conducen a comunicarse a través de un discurso que simplifica en demasía la realidad. Por eso el uso de categorías convenientemente ambiguas; por eso el manejo de “otros datos”. Por eso la personificación del bien y el papel de defensor de los desposeídos.
Por eso el planteamiento de la discusión política desde la perspectiva de cambio y el retroceso. Por eso la nominación del neoliberalismo como el mal y enemigo supremo. Por eso la convicción de que la realidad sólo puede ser nombrada y definida desde una perspectiva, la suya desde el poder.
En México estamos haciendo las cosas al revés. Cuando se requiere la sana distancia social para evitar que el coronavirus haga más daño, no la respetamos.
Cuando es necesario el diálogo y la cordura para redefinir el rumbo del país, optamos por fomentar la insana distancia político-social. Andar ambos caminos en sentido contrario es muy peligroso.