Hola querido papá, en la víspera del “Día del Padre” es mi deseo felicitarte amorosamente, aunque bien sabes que mi festejo, que es una veneración, es permanente; no se constriñe a una fecha, aquella “comercializada” que vanamente han tratado imponernos.
Quiero decirte que en estos días de oleaje turbulento me acuerdo mucho de ti. Lo atribuyo quizá a que siempre encontré en tu presencia más que un consuelo, la actitud, la señal exacta y precisa en momentos complejos o de titubeos, que fueron muchos. Sabías escuchar y tenías el remedio. Eso lo aprecio y lo extraño tanto.
No se te podía engañar, no lo merecías, pero además tenías esa virtud de saberlo todo. Estabas un paso adelante, siempre. En estos recuerdos vienes a mí como un suave remolino. Y en ese gravitar de divagaciones que me reconfortan, recuerdo mucho la frase a la que recurrías siempre que avizorabas una adversidad, por dura que pudiera ser: “No pasa nada… no pasa nada”.
Y no es que trataras de minimizar o de eludir los problemas, nada de eso. Deduzco que tu expresión tenía otros muchos sentidos. En realidad, tratabas de amortiguar los avatares, los turbios momentos de dificultad.
Tu intención era también transmitir un mensaje de aliento. Y al mismo tiempo, querías dar a entender que por muy compleja que fuera determinada circunstancia, habría que albergar la esperanza de que, aun tardíamente, siempre hay una vía de solución, una salida.
Sabes, quisiera saber qué dirías ahora que enfrentamos esta pandemia inédita; si ante el azoro que nos invade, también en ese tono persuasivo y convincente nos dirías: “No pasa nada… no pasa nada”. Quiero pensar que sí, aunque te confieso, cuesta trabajo. Pero más allá de lo anecdótico que pudiera ser esta remembranza, que por estos días aciagos me viene a la mente de manera recurrente, tal vez tratando de autoconsolarme, quiero decirte que ahora más que nunca me gustaría tenerte frente a mí. Y conversar largamente, como tantas veces, aunque todas ésas no hayan sido suficientes.
Te imagino de bata, acomodado en tu sillón, cigarrillo en mano y un café sobre el buró. Casi percibo, créemelo, tu mirada fija, tus gestos y la complicidad que tenía tu sonrisa. También puedo escuchar el tono de tu voz pausada, honda, firme.
Y es así que logro embelesarme con tus disertaciones sabias, prudentes, puntuales. Sabes, podríamos conversar ahora de tantas cosas, hay agenda para rato. Por ejemplo, de la milicia, que fue tu vida y a la que supiste honrar como un digno y honorable soldado. Aquello de que “la patria es primero” lo tenías muy dentro. O de política, que bien la entendías, aunque por sucia y traicionera llegaste a aborrecerla.
Del gobierno, al que serviste con pasión, diría que con exceso. Del magisterio, que fue un noble doblez de tu existencia. De la familia, a la que diste todo hasta quedarte casi con nada. De tus nueve hijos, a los que diste las mejores armas para el fragoroso combate de la vida. De libros, que fueron tu refugio; un productivo vicio.
Del valor de la amistad, que tanto atesorabas; conocías a una inmensidad, pero contabas los amigos con los dedos de una mano, decías. De la perseverancia, como lección de vida.
De la probidad, que fue tu inquebrantable dogma. De la lealtad, como valor supremo. Y de futbol, por supuesto, al que elevaste a una dimensión insospechada, más allá del mero pasatiempo. Podríamos platicar de tantas cosas. Son muchas las evocaciones.
Cuánto aprendería todavía. En verdad quisiera oírte en estos días en que a veces el miedo amaga y parece rebasarnos. Días de confusión, de incertidumbre.
Y que repitieras, con sencillez y profundidad, tu virtuosa frase: “No pasa nada…no pasa nada”. Eso quisiera querido papá, en tu día, que lo es, tú sabes, siempre. ¡Felicidades!