Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
Después de la primera molienda del trigo, queda una fibra seca y resistente a la humedad, excelente alimento para los animales.
Por eso le llaman acemite o cema, como es también conocida la flor del trigo.
Con esa fibra seca a alguien se le ocurrió elaborar un pan: la cemita.
Horneada en piso de tierra o ladrillo para mantener una consistencia crujiente.
Nada blanda y sin migas o migajas.
El resto de la historia es conocida por los poblanos: rellenar ese pan con pata de cerdo en vinagre y rodajas de cebolla.
O la cemita tradicional y auténtica: la que era rellena con rebanadas de queso de cabra, otras grandes de aguacate, hojas de pápalo, un chipotle en vinagre “reventado” a mano, un chorrito de aceite de olivos y una pizca de sal de grano.
Siempre dura, crujiente, con el sabor de piso donde fue horneada.
Años después intentaron las rellenas de milanesa y quesillo.
Y hasta con jamón, pero esa es otra distorsionada historia culinaria poblana.
El apunte de hoy va con el objetivo de crear un recetario de nuestra familia.
Veamos: hay tantos alimentos poblanos que habría que rescatar, que lo correcto es que en el encierro, de vez en cuando dejemos a un lado el aparato celular y la internet.
Mejor coger una libreta y preguntar a tu abuela, a tu padre, a tu madre: “¿cómo cocinaban en aquel tiempo?” Y ponernos a escribir.
Y a escribir.
Apagar ese móvil.
Apágalo.
Y aprender de los tuyos.
Escucharlos y aprender.
Es mejor aprender de los vivos, que llorar sólo recuerdos que no apuntamos de los muertos.