Texto y fotos: Mariana Flores
Alberto Valentín y María de Jesús son los últimos picapiedra de San Salvador El Seco.
Lo son, porque en este municipio de canteros y labradores de basalto, todos los demás artesanos utilizan sierras metálicas y otros aparatos eléctricos.
La familia de Alberto Valentín y María de Jesús es la única que usa sólo las herramientas de mano y su fuerza para cuartear y fracturar la piedra gris.
Él nació en Veracruz, pero desde niño llegó a Puebla traído por sus padres, siendo la familia Gómez Sánchez; ahora tiene 65 años.
Su papá le enseñó a labrar piedra volcánica desde muy pequeño. Solo acabó la primaria e intentó dedicarse a la construcción, pero regresó a labrar piedra “por amor al oficio”.En cuatro horas tiene listo un molcajete, desde roca sin forma. Lo vende en 200 pesos.
Cero electricidad. Esculpe a cincel y martillo.
Los otros talleres van más rápido, con las herramientas eléctricas: lo que a mano se lleva ocho horas, a las cortadoras les toma sólo dos. Y el acabado es más fino.
De uno y otros se ve la diferencia en el terminado; pero aún hay compradores que prefieren el rústico “para martajar mejor”.María de Jesús Vergara Castillo, tiene 56 años. Hace cinco, su modo de vivir cambió del cielo a la tierra dura.
Estudió hasta la secundaria, aprendió de su mamá a coser y diseñar ropa. Trabajó en una tienda de confección de vestidos para quinceañeras en Acajete. Pero el pago era indignante: un vestido “de princesa” le tomaba hasta semana y media de trabajo continuo y le pagaban entre 500 y 800 pesos, si es que se vendía.
Iba de El Seco a Acajete en microbús; una hora de ida, una de vuelta.
Su esposo la convenció de dejar ese trabajo y dedicarse a labrar la piedra.
“Eso es de hombres”, le enseñaron. “Es un trabajo de fuerza”, y ella es experta en vestir a las protagonistas de las fiestas con telas delicadas.
¿En qué clase de mujer se convertiría, haciendo un oficio de hombre?
Al principio lloraba mientras golpeaba el punzón con el marro. Y la falta de pericia le cobraba con golpes y machucones en dedos y palmas que acababan ensangrentados. Tardaba tres días en hacer un solo molcajete, y mal hecho, le calificaba Alberto Valentín.
Pegar fuerte en el lugar preciso. No maltratar la piedra.
Medir la fuerza para no echar a perder la pieza.
Las manos con cicatrices y callos aprendieron, a fuerza de repetición, la postura adecuada para evitar las heridas. Lleva cinco años en esto y ya hace un molcajete al día; el marido, tres.
A sus tres hijos varones, de 21, 17 y 15 años, les enseñó el oficio. Todos lo aprendieron pero dos decidieron dedicarse al campo.
La única mujer, su hija de 10 años, también deberá aprender, “pero a ella le espera un futuro mejor, porque ella sí quiere estudiar”, dice María de Jesús, pero le enseña el oficio para que tenga una segunda opción, por si su sueño de darle carrera se cercena algún día.
La jornada comienza a las 7:00. Se desayuna para aguantar ocho horas de trabajo.
El uniforme de trabajo para ella es un pañuelo en la cabeza, para que el sudor no le cubra la cara.
El patio es taller, frente a la carretera federal. Elige una piedra; ya sabe cuáles son las ideales, sin cuarteaduras ni huecos. Sobre una llanta con tierra comienza el trabajo.
Cocina la comida el hijo de 15 años, que se reventó un tendón de la mano con la sierra hace un año. Es el paréntesis de la jornada porque al terminar hay que regresar a la piedra. No hay bodega; se vende al día. La familia trabaja pedidos.
Punzón, maceta, escoplo y buril, las herramientas.
Al centro del cuenco, golpes duros y firmes; en orillas, cortos y exactos.
El molcajete hecho a mano pesa mucho y no se rompe ni azotado.
Ahí se ve la calidad del producto terminado.
Como si lo firmara la familia, la última familia picapiedra.