Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Las horas de Bruno estaban contadas cuando supo que su diabetes lo tenía ya al límite, eventualidad que no le impidió seguir bebiendo una cocacola de 800 y su pacha de Bacardí. “Y del diario”, como presumía.
Allá, en alguna calle del Centro Histórico de la ciudad de Puebla invirtió su pensión en una tienda de venta de libros viejos.
Exhibió -entre otras joyas- una colección de Crónicas de (el periódico) El Universal que prestaba para la lectura sólo a sus amigos.
“Estos libros no los vendo. Son letras sagradas”, aclaraba.
Un par de huacales eran los sillones donde algunos leímos aquellos textos exquisitos. Diez libros pequeñitos que gustaba compartir y, a veces, debatir con sus amigos.
También prestaba una inolvidable colección de crónicas de Ignacio Manuel Altamirano. Un par de tomos tuvo el atrevimiento de vendérmelos.
De un carcomido mueble de madera sacaba diccionarios de extraña procedencia, un don Quijote en castellano antiguo sin portada, partituras originales de los coros de las catedrales de la ciudad de México y Puebla, el diario impreso que una señorita poblana llenó de mitos y oraciones hasta sus 64 años de edad, los tres tomos donde Alonso Ramos cuenta la vida y fantasías de Catarina de San Juan (casi 900 páginas, por cierto), un drama olvidable de Pío Baroja…
En fin.
Ejemplares maravillosos, desconocidos para los ojos apresurados.
“Calla boca: hay escritos que recuperan amores perdidos -decía Bruno-, y algo de eso está escrito ahí y allá”.
Y sonreía sin precisar dónde era el “allá”.
Alguna razón y extrañas ideas tenía pese a esa mirada tan seria e intensa, como la tiene un homicida de alguna oscura esquina.
“No hay santo ni escritor que resista un padrenuestro y un avemaría -insistía-, pero por revancha los leemos creyendo en dios. No en ellos”.
Nunca entendí ese su dicho, pero así me lo dijo.
Cierta tarde, frente al negocio de don Bruno mataron a una prostituta jovencita quien ni siquiera fue noticia al día siguiente. Una mozuela de nombre Raquel.
Dicen que fue su “padrote”.
“Hay amores no escritos, desconocidos y que, en un instante, desaparecen”, me dijo Bruno la tarde posterior.
Sentado en otro huacal -un sábado no olvidable-, escuché la historia que guardo en mi memoria. En el silencio.
“Sí, sí. Estuve enamorado de ella, pero era una chamaca a la que obligaban a prostituirse y eso me dolía”, confesó con un par de lágrimas en su mejilla.
“¿Entonces…?”, pregunté.
“Venía y le gustaba que le leyera cuentos. ¿Quieres un Bacardí?’, respondió.
Acepté.
Escuché entonces la historia que tanto tiempo había callado Bruno, sabiendo que en alguna hora imprecisa iba a morir.
Su relato fue un tanto insensible, oscuro, pero infinitamente amoroso a la vez.
Triste, tan cervantino en esa tarde poblana calurosa, con cierto bochorno, pero sin la humedad que la tranquilidad impregna al ambiente.
Don Bruno murió el viernes pasado, por cierto.
Ignoro si descansa en paz.