DULCE LIZ MORENO
FOTOGRAFÍA: MIREYA NOVO / AGENCIA ENFOQUE
Ahora, Ana Cecilia trata de morder la oreja del abuelo, mientras Daniel lo abraza con la mano que normalmente sostiene el arco del violín; Cecilio festeja vihuela en mano; Gilberto pulsa el guitarrón.
Los García hacen la vida que hace medio siglo el jefe del clan imaginó, el que los trajo a Puebla. En el pueblo no había tele. Ni siquiera tocadiscos. Lo que se oía era el radio y ahí el top era Pedro Infante y luego Jorge Negrete.
El Charro Avitia, de Chihuahua, también tenía lugar en el playlist. En Emilio Portes Gil, la rutina era el campo. Maíz y frijol. No muchas cosas más porque no había ni materia prima ni la tierra tenía tanta vocación. Hoy está a dos patadas de carretera buena. Pero en los años de infancia del abuelo de los García, llegar a la ciudad de Puebla podía tomarle hasta cuatro horas de camino. Y transbordar, en autobús, hacían más truculentos los 140 kilómetros de trayecto.
Desde que podían caminar y ya no usaban pañales, los niños se iban al campo; no toda la jornada, pero empezaban con los mandados. Y, una vez que medianamente se cuidaban solos, a la siembra, el desyerbe, los cuidados y la cosecha.
Así le tocó a él. Pero de ida y de vuelta, en la cabeza llevaba las canciones. No las letras, sino un turirirí, turitará que iba y venía. Y, también, al ir y regresar, otros niños tarareaban cosas. Y hacían montón. “Unos señores ya grandes se juntaban en el pueblo y tocaban. Era como pasatiempo de ellos. Tenían guitarras y se ponían a sacar canciones.
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Nosotros íbamos y nos pegábamos a oír”. Y empezaron “a hacerle ruido a los instrumentos”. Apenas les cabían entre las manos, pero tomaban las guitarras. Y en la casa grande García, de pronto el niño se pegaba más al radio.
Y armaron un grupo, ya crecidos. Habían completado la escuela posible en el pueblo: cuarto de primaria. El trabajo del campo se les puso más rudo, pero siendo tempraneros dedicaban la tarde y la noche a sus canciones.
“¿Estudiamos mañana?” y al “sí” le seguía una tarde de seis horas. Las fiestas de Portes Gil y los alrededores incluían cerveza: manteados sobre mesas y sillas. La música en vivo la pusieron “los chamacos” para la Corona y ahí comenzó la aventura. Cuando cumplieron los 15, Román y Salvador lo acompañaron a ganarse sus primeros pesos de cantar y tocar.
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Pero ese tiruriru faltaba en el sonido. Porque allá les pedían rancheras y el chunt-ta-ta sin trompeta no va. Cooperaron y todos probaron sacarle sonido. Él pudo. Y, oreja en radio, se aprendió entradas, salidas y adornos.
Luego, dos violines, una vihuela. Por fin, el guitarrón. “Sin maestro ni nada, ¡no había!”, se fueron aprendiendo el repertorio. Y los llevaron a Huamantla y a Perote y a Xalapa. Y se hicieron veinteañeros. Hasta se casó.
Y empezó la familia. Pero del padre, dueño de la tierra, cayó la amenaza: el campo o nada. Y, entonces, el muchacho, empacó la trompeta y se fue a la ciudad de Puebla donde un paisano había enganchado chamba. Bastó con pisar el mercado de El Alto.
¿Qué mariachi no necesita el metal? Y se atiborró de trabajo para fines de semana. Un buen día, decidió que sus hijos tenían que seguirle al estudio después de la secundaria. Y en Portes Gil no había nada más.
Así que invirtió los pesos, levantó un cuartito, y se trajo a la familia. Hace 30 años hizo esa mudanza. Se acuerda, clarito, qué friazo sentía las primeras noches a la intemperie; como las de invierno en su pueblo congelado. Pero un trompetista no puede trabajar con gripa. Alguien lo protegió. Para mí que Santa Cecilia.
La patrona de los músicos no iba a dejar morir de frío a un hombre que, por herencia del abuelo, fue bautizado con su nombre y bendición.
De huaraches al casimir bien bordado
“¡No me quise quedar en el pueblo! ¿Para qué, si allá sólo había campo? Uno tiene sólo sus huaraches rotos y sus camisas mugrosas y sudadas en la tierra”. En cambio, de mariachi, hay que estar bien limpio, en el chaquetín de casimir. Y con esa idea, Cecilio García dejó el surco y no regresó jamás. Y trajo a Puebla capital a sus hijos y los que quisieron se hicieron músicos.
Y la mayor, Carmen, quiso también ser cantante, con esa buena voz que sacó, pero a medio camino, la Enfermería se le atravesó e hizo carrera ahí. Pero Cecilio, por ejemplo, “apenas tendría como 10 años cuando ya tocaba bien la guitarra, aunque casi la arrastraba en el suelo”, cuenta su papá.
Junto con otro niño, que llevaban de acompañante a las “maromas” –los eventos que tocan los músicos que no son “fijos” en un mariachi, sino que van con varios– un buen día, uno cantó y Cecilio tocó. El debut fue tan bueno que se hicieron profesionales a los 11 años. Y ganaron más que sus papás y sus tíos.
Gilberto hizo carrera para que no tuvieran secretos para él los televisores, los radios y otros artefactos. Pero el sonido de guitarras y guitarrones pudo más en su interés que arreglar tripas de cosas electrónicas. “Ahora ellos tienen su propio mariachi”. Eso quise yo.
Don Cecilio hizo 20 años en Portes Gil con su conjunto. Le puso “Alma ranchera” porque así siente la suya. Medio siglo y mucho fervor.