POR ABRAHAM NAHÓN
Una primera impresión al estar frente a la obra del artista Manuel Miguel es pensar en un constructor, en un artífice fascinado por las formas geométricas, las redes de significación y el mundo moderno de la interconexión.
Después, con una lectura más detenida, puede uno cavilar una metáfora más profunda sugerida en su obra: la configuración de una urdimbre creativa para imaginar lo que (también) somos. Sin suprimir la ficcionalización al inventar con gráciles líneas, seres y comunidades, cuyo sustrato imaginativo está en su dimensión cultural abigarrada, entrelazada con una espacialidad universal.
Su obra –desde lo escultórico y tridimensional, trasladando a lo pictórico este punzante lenguaje de líneas, volúmenes y formas–, contiene esa inquietud estética por representar algunos estratos de todo aquello que nos vincula, estructura y constituye al otorgarle sentido.
Y de qué manera nos insertamos en este complejo entramado, donde se imbrican, reiteradamente: individualidad y sociedad, ciencia y cosmologías, tradición y contemporaneidad.
La destreza técnica de este joven artista, aunada a un ingenio creativo, le ha permitido esculpir, tallar, moldear, bruñir, soldar, armar, entreverar múltiples materiales –incluso de desecho, haciendo reciclajes y trabajando con los sedimentos– a partir de sus enseñanzas iniciales.
Su aprendizaje y formación ha surgido de un trabajo disciplinado en diversos talleres de oficios y artes, colaborando con diferentes maestros. Una de las experiencias más prolongadas y afortunadas ha sido trabajar durante tres años con el gran artista Alejandro Santiago.
Originario de su misma comunidad, Teococuilco de Marcos Pérez –comunidad zapoteca de lxtlán de Juárez, en la Sierra Norte de Oaxaca– Santiago fue uno de sus más entrañables maestros que le dejó un aprendizaje profundo.
No sólo basta la habilidad técnica, las formas de trabajo o la experiencia adquirida en un taller para ser artista; es necesario atreverse a crear nuevos proyectos y, lo más difícil, forjar lenta y pacientemente una sensibilidad, construyendo un lenguaje distinto.
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Con ese ímpetu y aunado a lo aprendido en otros talleres, como el del maestro Jorge López, a quien apoyó en la restauración del templo de Tlacolula (Lachigoló, Santo Domingo de Guzmán), Manuel Miguel ha ido emprendiendo nuevos desafíos para trazarse un camino propio.
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De padres campesinos, migrante por dos años en New Jersey, Estados Unidos, y con un largo recorrido por diversos oficios enfrentando adversidades, finalmente encontró en el arte una posibilidad de realización individual, con la latencia de lo comunitario y colectivo.
Sus búsquedas dentro de una individuación estética las ha ido entrelazando con una presencia social, asumiendo por momentos la exigente labor de ser promotor cultural, ya que valora el poder del arte para difundir, tomar conciencia de la historia y fortalecer lazos con la comunidad.
Su desempeño como coordinador del Movimiento Escultórico, junto con otros artistas, nos muestra su compromiso a través de este proyecto artístico que gravita en torno a la utilización de espacios públicos, la participación colectiva y el contacto con la comunidad.
A partir de todo ello, podemos reflexionar a través de estos personajes y seres coloridos, conectados a comunidades que contienen o vislumbran sueños, esperanzas y deseos de transformación. Algunos aparentemente en soledad, pero cuyas líneas vitales parecen seguir abiertas a múltiples desenlaces, vinculados a esa dimensión cósmica que nos habita, envuelve y trasciende.
O pensar poéticamente en seres lumínicos, vibrantes, como una alegoría para no olvidar que somos únicos – pasajeros, provisionales, fugaces–, pero también, parte del alfabeto de un universo infinito, en continua expansión.
Investigador y profesor en el Instituto de Investigaciones en Humanidades de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca de arte, fotografía y sociedad enfocadasdesde la historia, antropol