Mario Galeana
La memoria del siglo XIX en México está filtrada por el lente de Lorenzo Becerril. Disperso entre anticuarios, fototecas, museos, archivos, colecciones privadas y subastas por internet, su legado fotográfico parece haberlo abarcado todo. Retratos, paisajes, ciudades, momentos. Una curiosidad que sólo es comparable a la vastedad de su obra.
Su vida como fotógrafo comenzó en un momento más o menos preciso: a los veinte años. Nació en 1839 en Tula, Hidalgo, y para 1960 ya era socio de un estudio fotográfico en la ciudad de Puebla, donde tres años después montó su propio estudio.
La decisión de convertirse en fotógrafo sigue siendo un misterio, incluso para Lilia Martínez y Torres, la investigadora que más ha indagado sobre su vida y su obra. En 1995, Martínez fundó la Fototeca Lorenzo Becerril en Puebla, y desde entonces ha profundizado en los pasos de quien fuera el fotógrafo mexicano más importante de la época.
“Hasta ahora no se sabe dónde aprendió la técnica que manejaba. Se dice que de Eduardo Unda, uno de los personajes con los que se asocia al principio, pero Unda no era fotógrafo. Entonces ¿quién aprendió? ¿Unda con Becerril o Becerril con Unda? No se sabe”, dice.
En su primer gabinete de fotografía practicó con abundancia el retrato, que hasta hace unas décadas era la porción más conocida de su obra.
Pero el descubrimiento de su otro perfil fotográfico, el del hombre que echó la cámara al maletín y recorrió el país, convirtiéndose incluso en el primer fotoperiodista mexicano, se realizó hasta entrados los años ochenta.
Según Martínez, lo que realmente interesaba a Becerril era retratar la ciudad. Lo hizo en una época convulsa: a lo largo del siglo XIX; Puebla estuvo sitiada nueve veces por ejércitos nacionales y extranjeros.
De allí pudo haber surgido uno de los grandes mitos en torno a su vida, propagado ampliamente en algunos repositorios de historia en internet: su supuesta participación en la batalla del 5 de Mayo de 1862.
“Eso es una completa leyenda”, zanja Martínez. “En ningún solo lado he encontrado mención de su nombre en los registros de los combatientes. Trabajé con un gran investigador del 5 de mayo y, al revisar nombre por nombre, en ningún documento encontró a Lorenzo Becerril”.
En el mundo digital también divergen las épocas y los lugares de nacimiento y de muerte del fotógrafo. En parte, esto se debe a que Becerril se casó en tres ocasiones y cada esposa parecía más joven que la anterior.
“El problema fueron sus desplazamientos por el país y que, al momento de casarse y declarar sus generales, se bajaba la edad. Claro, porque las esposas eran mucho más chicas”, explica.
Lo cierto es que Lorenzo Becerril, el gran cronista visual del siglo XIX, murió en 1899 en Veracruz, asfixiado por enfisema pulmonar. Pero tras de sí había dejado una estela incuantificable: sus retratos, sus momentos y, sobre todo, su gran Álbum mexicano.
EL LENTE DETRÁS DEL ÁLBUM MEXICANO
A principios de 1880, Lorenzo Becerril guardó la cámara en el maletín y se dispuso a levantar un registro fotográfico de la arquitectura, los paisajes, la industria y la vida de la Ciudad de México y de otros estados del país.
La ciudad de Puebla había sido, hasta entonces, su musa. Antes de partir, tomó 74 fotografías de la ciudad y comenzó a llamarlas “vistas”. Formó un álbum que envió a Porfirio Díaz con la intención de que financiara su largo viaje por México, pero no se sabe exactamente qué sucedió con la respuesta de Díaz.
Con respuesta o no, el viaje por México finalmente ocurrió. Y quizá sea la capital del país la región que más retrató con su cámara, especialmente las nuevas colonias que surgían alrededor del Bosque de Chapultepec.
Para 1885, Becerril presumía haber levantado 600 vistas de México y, para 1898, un año antes de su muerte, decía haber realizado alrededor de 3 mil. Aquel gran catálogo de imágenes era llamado Álbum mexicano y pretendía distribuirse de forma masiva, como si se tratara de postales.
Aunque pondera la profusa obra del fotógrafo, la investigadora Martínez sugiere que esta cifra era, en realidad, un ardid publicitario del estudio del misterioso Becerril.
“Tú sabes que cuando publicitas tu negocio puedes inventar o publicar lo que quieras. Pero ni siquiera en el Museo Nacional de Antropología, que tiene el archivo más grande de Becerril, hay un número de vistas así”.
Según Fernando Aguayo Hernández, investigador del Instituto Mora, hasta 2018 la búsqueda en los principales archivos nacionales había arrojado la localización de 391 imágenes de vistas diferentes, incluidos 62 registros de otra de sus fases: los ferrocarriles mexicanos.
Martínez también trabaja en una investigación al respecto: “Yo tengo un dato que estoy próxima a publicar, pero es algo que no considero concluyente, porque una investigación no termina, siguen apareciendo indicios”.
La identificación de la obra de Becerril ha resultado compleja porque, como ocurrió con otros fotógrafos, hay una gran pérdida de negativos.
También resultaba común que, al publicarse en libros o periódicos, como el Mundo ilustrado, donde Becerril publicó algunas imágenes de acontecimientos, el crédito de los autores fuera sustituido por el del editor o incluso eliminado de tajo.
Es paradójico que, en contraste, algunos retratos hayan sido atribuidos a Becerril mientras él se encontraba de viaje, desempacando y poniendo el lente para su Álbum mexicano.
Cuando dejó Puebla, su hermano Manuel se incorporó al estudio y lo coordinó junto a la tercera esposa, Carolina Ritchie, quien asumió la titularidad del estudio completamente a partir de 1900.
Ritchi era hija de un fotógrafo de Veracruz, conocía la técnica del oficio y sus retratos eran tan buenos como los de su esposo. Pero el estudio sólo existió 14 años más, quizá por la alta competencia que surgió en la ciudad con el nuevo siglo.
LA FOTOTECA LORENZO BECERRIL
El primer acercamiento de la investigadora Lilia Martínez y Torres con la obra de Lorenzo Becerril ocurrió en 1978, el año en que su abuela falleció en la Ciudad de México. En el reparto de la herencia, Martínez escogió sus libros y sus fotografías, un catálogo amplio en el que pronto descubrió que había algo más que un simple catálogo familiar.
“Me dediqué a investigar sobre procesos fotográficos, aunque había muy poca literatura. Al hacerlo, también comienza mi vida como coleccionista. Así entendí qué es lo que había heredado de mi abuela. No eran sólo fotografías; eran procesos, periodos, formatos, fotógrafos”, recuerda.
En 1980, Martínez y su familia se mudaron a Puebla, donde ella descubrió la Plazuela de Los Sapos, un gran anticuario a cielo abierto en donde halló materiales fotográficos e imágenes que acrecentaron la Colección Lilia Martínez.
“Comencé a dar clases en la Casa de la Cultura y en el Colegio Humboldt, mientras viajaba a Ciudad de México para seguir aprendiendo en mi formación como docente de fotografía. Yo tenía muy claro que había una ausencia de información, de bibliografía; ni siquiera existía un acervo o archivo fotográfico que pudieras visitar”.
Después de 15 años en la docencia, decidió crear la primera escuela en Puebla, a la que llamó Centro Integral de Fotografía, un proyecto que incluía talleres, diplomados, cursos, clases, una fototeca y una biblioteca.
Al catalogar su colección, Martínez concluyó que el centro fotográfico debía convertirse en un acervo, un archivo dedicado especialmente a Lorenzo Becerril, el autor de algunas de las imágenes que había heredado de su abuela.
Desde entonces, la fototeca es reconocida por su trabajo de divulgación y difusión de la memoria fotográfica patrimonial de México.
—¿Por qué dedicarle todo ese trabajo a la memoria de Becerril? —le pregunto.
—Porque hizo lo que ningún fotógrafo o muy contados fotógrafos hicieron en su momento: sacar la cámara del estudio e irse a fotografiar con interés de hacer un registro de monumentos arquitectónicos, de paisajes.
Mirada concentrada en los niños
Dulce Liz Moreno
Lorenzo Becerril se dedica a tener en su estudio iluminación, asientos y atriles para lograr que Los Angelitos luzcan “vivos” en brazos de sus padres.
Traída a Nueva España en el siglo XVII, apuntan historiadores de la fotografía, la costumbre de retratar bebés y niños hasta los 13 años, (bautizados, eso sí) se despliega también en Puebla.
El hidalguense decide, desde el inicio de su trabajo, poner especial atención en sus clientes más pequeños y usa sillas, mesas, sillones y distintas luces para sacarles el mejor partido, según lo testifican sus propias fotografías.
Pero pone especial atención en Los Angelitos.
A diferencia de sus colegas de otros estudios y sitios del país, como el guanajuatense Romualdo García, los bebés y niños fallecidos que retrata Becerril no se ven maquillados; sus rostros tienen tono similar al de la piel de sus padres, efecto que logra con la luz.
Se llama “La muerte niña” a esta costumbre de retratar a los difuntos, acicalados.
Es el inicio del duelo de los familiares por la pérdida, el testimonio de la edad y las circunstancias en que ocurre el deceso. Y se procura que no parezcan cadáveres por la creencia de que el bautismo los hace vivir por siempre.