Texto y fotos: Mario Galeana
Sobre el atrio del Templo Conventual de la Soledad, alumbrados tan sólo por el titilar de las velas, nueve músicos y sopranos interpretan la música litúrgica de Semana Santa que sonaba en la Catedral de Puebla durante los siglos XVI y XVII.
La postal es arrancada del Barroco hacia el presente sólo por la luz de los celulares de las personas que graban desde las bancas, por el órgano eléctrico que toca una de las intérpretes y por la pantalla en que, traducido al español, se proyecta el motete más antiguo que se haya encontrado en Puebla, una composición polifónica escrita hace cinco siglos.
No está claro quién pudo haberla compuesto, según Omar Ruiz García, director musical de Concentus Antiqua Música, el grupo que toca entre las sombras, por la noche.
La obra se atribuye a Hernando Franco, un prolífico compositor que fue maestro de capilla en un puñado de catedrales del mundo, incluidas las de Puebla y Ciudad de México, pero varios musicólogos coinciden en que esto puede ser inexacto.
Antes de la aparición de los músicos, Ruiz García explicó al público reunido en el templo que lo que verían a continuación sería un concierto a la usanza del Oficio de Tinieblas, una antigua ceremonia litúrgica que se realizaba entre las sombras durante el Miércoles, Jueves y Viernes Santos.
El concierto del ensamble consta de once piezas compuestas por cuatro compositores que fueron maestros de capilla en la Catedral de Puebla, que es como se llamaba a los músicos prestigiosos que dirigían la música sacra en las ceremonias, o estuvieron ahí: Hernando Franco (1532-1585), Gaspar Fernándes (ca. 1570 1629), Francisco López y Capillas (ca. 16081674) y Juan Gutiérrez de Padilla (ca. 1590-1664).
“Toda la vida social, cultural y económica en el Siglo de Oro español giraba en torno de las catedrales. El prestigio de la ciudad dependía del prestigio de su Catedral”, explicó el director musical antes del concierto.
Y ahora, entre las sombras, el grupo de nueve resucita aquellas antiguas composiciones polifónicas a través de las sopranos Elisa Ávalos Martínez y Beatriz Melo Moreno, del barítono Rubén Luque, del violín barroco de Roberto Rivadeneyra, del trombón de Marcia Medrano, de la viola de gamba de Paulina Cerna Huici, del órgano de Elena Ananyeva y de la flauta de pico del mismo Omar Ruiz..
El grupo ha cumplido 30 años de existencia y 15 participando en el Festival Pasión, un espectáculo cultural de música sacra que se realiza en la capital. Esta temporada, se ha sumado René Ramírez, quien quizá sea el segundo músico de sacabuche en todo el país, un instrumento que es el antecedente renacentista del trombón.
Quizá sea la presencia de las sopranos otro de los elementos que actualice la postal del grupo entre las sombras en el presente. En el pasado, según explicó Ruiz García, no estaba permitido que ellas cantaran, más allá de lo que sucedía en los conventos.
Los seises estaban a cargo de las voces superiores. Eran niños que hacían las voces de sopranoso. Los hombres hacían de tenor y de barítono y, junto con los músicos instrumentistas, todos ellos conformaban la capilla musical. Algo diferente a lo que ocurría en los conventos, donde las monjas tocaban y entonaba los cantos”, abundó.
Pero ahora, iluminados por la luz ámbar de ceras, los nueve integrantes del grupo recorren aquellas composiciones polifónicas. No hay partituras específicas para instrumentos o sopranos. En la tradición novohispa na, los instrumentos doblan a las voces y las voces interpretan lo mismo que los instrumentos.
“Eso sucedía hasta el siglo XVI y XVII, pero a partir del siglo XVIII se escriben partes específicas para el violín, por ejemplo.
Yo pienso que, al igual que ahora, antes se hacía lo que se podía con lo que se tenía: y si no iba el cantante, estaba el instrumento. Y si no tenían un sacabuche, por ejemplo, estaba la voz del tenor para hacer esa melodía”, señaló el director musical.
El concierto avanza al ritmo del Barroco y, alternadas entre cada pieza, los músicos realizan lecturas dramatizadas del Roancero Espiritual, compuesto por Lope de Vega en 1619, y de un autor anónimo mexicano del siglo XVII.
De pronto, un músico apaga una de las doce velas colocadas sobre el presbiterio. Y, al cabo de una pieza más, otra música apa ga una vela distinta. Y después otra. Y otra más.
Cuando la decimotercera vela está apagada, desde la oscuirdad brota el sonido tronador de unas matracas: es la Tierra azotada por un terremoto tras la muerte de Jesús, como versa en la Biblia.
Pero esta historia lleva final feliz, como dijo Omar Ruiz al principio del concierto. Cuando las matracas callan, la luz se enciende y suena, finalmente, una secuencia sobre la resurrección de Jesús escrita hace 400 años.
Y el encantamiento del pasado se agota en el silencio del templo.