Era entonces un jovencito y tenía al futbol como una religión. Tal vez por eso no dormí varios días cuando a mi hermano Alejandro y a mí nos eligieron, entre un grupo de adolescentes poblanos reclutados por el inolvidable Pedro A. Palou, para ser acompañantes de directivos, cuerpo técnico y jugadores de las selecciones de Uruguay, Italia, Israel y Suecia.
Repartíamos los comunicados oficiales de la FIFA –alineaciones, cuerpo arbitral, tabla de posiciones y resultados en otras sedes– a la prensa nacional e internacional, así como a invitados en los palcos del estadio Cuauhtémoc.
También teníamos que acudir a los entrenamientos, en mi caso de la Selección de Uruguay (uno de los favoritos, pero que debió conformarse con la cuarta posición).
Ahí pude convivir con el arquero Ladilsao Mazurkiewicz, uno de los mejores del mundo, el goleador Luis Cubilla y otros que luego jugaron en México, como Roberto Matosas, Dagoberto Fontes y Julio César Cortes, contratados por Toluca y Atlante.
Mi mayor recuerdo es con el volante Pedro Rocha, “El Verdugo”, único uruguayo con cuatro contiendas mundialistas. Ídolo en el Peñarol y en el Sao Paulo de Brasil, hasta el mismo Edson Arantes do Nascimento “Pelé” alguna vez dijo que era el mejor jugador del mundo.
Fue una lástima que se lesionara en un entrenamiento en las canchas del Covadonga, rumbo a salida a Tlaxcala, y resentido en el partido ante Israel quedó fuera de la competencia.
El futbol de entonces todavía se inspiraba en la entrega plena, el amor a la camiseta, el orgullo de defender los colores y el prestigio de un país, valores que el mercantilismo terminó por extinguir.
No, ya no valoro al futbol una religión como hace 50 años, pero los recuerdos de aquella época se mantienen vigentes y emotivos todavía.