Escrito por Mario Riestra, Leyendas enfranjadas contiene un acercamiento a figuras históricas del Club Puebla. El autor comparte algunas de ellas aquí.
Ignacio se aficiona al balón por un tío futbolero que lo lleva a sus partidos y lo alienta a practicar el deporte de las patadas. En las cascaritas en la calle o en el patio de la escuela, el futuro arquero juega en posiciones de campo y sólo defiende la improvisada portería cuando se lo piden.
A los 14 años, empieza a trabajar con su papá en una fábrica en su natal Toluca. Los trabajadores tienen montados varios equipos e Ignacio se integra a uno como jugador de campo. Muchas veces juega a escondidas de su papá, a quien no le gusta el futbol ni que su hijo lo practique. Un día, el portero titular se ausenta e Ignacio lo cubre bastante bien. Se percata de que le gusta la posición.
Se hace notar en varios torneos y se gana un puesto en la selección del Estado de México, con la que acude a un certamen en Oaxaca en el que lo nombran mejor portero con apenas 17 años. Ahonda en los secretos del oficio y, en 1966, el Toluca lo incorpora a su reserva profesional. Ahí conoce a Francisco González Gatica, decisivo para su carrera.
En 1968, el legendario entrenador toma las riendas del club, entonces en segunda división. Se lleva con él a Ignacio, consciente de su tenacidad y talento. El flaco portero llega en préstamo por un año, lo ponen a jugar y muy pronto se hace con la titularidad. Participa en el partido inaugural del Estadio Cuauhtémoc. Al terminar la temporada (le anotan sólo diez goles), Rafael Moreno Valle lo llama y le dice “chato, no quiero que te vayas”. El contador acuerda con los choriceros otro año de préstamo, que acaba en compra definitiva en 1970, una vez que la Franja es equipo de primera.
Y es precisamente en el dramático cuadrangular en Ciudad Universitaria que Ignacio comienza a forjar su leyenda en Puebla. Contra los poderosos Curtidores encaja dos goles, pero aprieta los puños y deja en ceros al Naucalpan en el segundo partido. Para el último y decisivo, se vuelve imbatible y le cuelga el cero al Nacional. La euforia de los miles de poblanos en el estadio es tal que dejan en paños menores al heroico guardameta. Ignacio siempre recordará con mucha emoción las multitudes que lo reciben en casa.
Dos rasgos distinguen el paso de Ignacio en el Puebla, su gran oficio y compromiso (lo da todo) y que no usara guantes. Como aprendió a porterear así, nunca se acostumbró a llevarlos. Sólo se envolvía las muñecas con tela adhesiva blanca. La única ocasión que utiliza un guante (no dos) es para esconder la lesión que tenía en los dedos de una mano. Impresionante. Fuera de la cancha también es grande. Siempre pulcro y bien arreglado, viaja de traje, incluso en autobús. Tras retirarse en 1976, se aleja del futbol un tiempo, pero regresa al club de sus amores como auxiliar, técnico y entrenador de porteros, para transmitir su arte y saber.
Hombre de principios y valores —“si vas a hacer algo, hazlo bien”, era su máxima—, Ignacio es uno de los más grandes porteros del Puebla. Valiente, arrojado y talentoso, entregó todo a un club y a una ciudad donde construyó una carrera y una familia y donde decidió morir y ser enterrado. Mayor prueba de amor enfranjado, imposible.