Por: Antonio Peniche García
La otra cara de la moneda
Si quieres hacer la paz con tu enemigo, debes trabajar con él
Nelson Mandela
Ante un mundo supuestamente civilizado, el diálogo debería de prevalecer. A pesar de que a veces sea difícil encontrar puntos de encuentro, siempre existirán. Nunca deberíamos poner en juego las vidas humanas y menos las de inocentes.
Mahatma Gandhi mencionó en varias ocasiones: “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”.
La violencia engendra más violencia. Una guerra, jamás se justificará. Sin embargo, analizar el punto de vista ruso, ante la tremenda, desgastante y estúpida guerra en Ucrania, es también muy importante. Forma parte de la inicua ecuación.
Como sentenciaría en algún momento de su vida Thomas Mann, el gran escritor de origen alemán: “La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz”.
En 1991, se dio el colapso del bloque comunista. En buena lógica, la desaparición del Pacto de Varsovia debería haber llevado a la disolución de la OTAN, una organización que se creó para hacer frente a la “amenaza soviética”.
Es por esta razón que comienza el malentendido entre el mundo occidental (OTAN) y Rusia (Ex-URSS).
Lo conveniente habría sido proponer nuevos formatos de integración para esa “otra Europa” que aspiraba a acercarse a Occidente.
El momento parecía tanto más oportuno en cuanto a que las élites rusas, quienes probablemente nunca habían sido tan pro-occidentales, estaban accediendo a la liquidación de su imperio sin oponer resistencia.
Sin embargo, las propuestas de una mayor y mejor integración de la Europa del Este, formuladas sobre todo por Francia, fueron enterradas bajo la presión de Washington.
Al no querer verse despojado de su “victoria” sobre Moscú, Estados Unidos impulsó entonces la ampliación hacia el Este de las estructuras euroatlánticas heredadas de la Guerra Fría para consolidar su dominio sobre Europa.
Para ello, los estadounidenses contaban con un fuerte aliado: Alemania, que buscaba recuperar su influencia sobre la Mitteleuropa.
Ya en 1997 se decidió la ampliación de la OTAN hacia el Este, aunque los líderes occidentales habían prome¬tido a Gorbachov que ésta no se ¬produciría.
En Estados Unidos, destacadas personalidades manifestaron su desacuerdo. George KENNAN, considerado como el arquitecto de la política de contención de la URSS, predijo las consecuencias de tal decisión, tan lógicas como perjudiciales:
“La ampliación de la OTAN sería el error más fatal de la política [exterior] estadounidense desde el final de la Guerra Fría. Es previsible que esta decisión despierte las corrientes nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión pública rusa; que reavive una atmósfera de Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste y que encamine la política exterior rusa en una dirección que ciertamente no será la que deseamos”.
En 1999, la OTAN, que celebraba su 50 aniversario con gran pompa, realizó su primera ampliación hacia el Este (Hungría, Polonia y la República Checa) y anunció que continuaría el proceso hasta las fronteras rusas.
La Alianza Atlántica entró, además, simultáneamente en guerra contra Yugoslavia, transformando la organización de un bloque defensivo en una alianza ofensiva. Todo, en violación del derecho internacional.
La guerra contra Belgrado se emprende sin el aval de la ONU, lo que impide a Moscú utilizar uno de los últimos instrumentos de poder que le quedan: su poder de veto en el Consejo de Seguridad.
Las élites rusas que tanto habían apostado por la integración de su país en Occidente se sintieron traicionadas: Rusia, presidida entonces por Boris Yeltsin, que había actuado en pro de la implosión de la URSS, no fue tratada como un socio al que había que recompensar por su contribución al fin del sistema comunista, sino como el gran perdedor de la Guerra Fría, que debía pagar entonces el precio geopolítico.
Paradójicamente, la llegada al poder de Putin al año siguiente corresponde más bien a un periodo de estabilización de las relaciones entre Rusia y los occidentales. El nuevo presidente ruso multiplicó los gestos de buena voluntad hacia Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Aceptó la instalación temporal de bases estadounidenses en Asia Central y ordenó, en el mismo periodo, el cierre de las bases heredadas de la URSS en Cuba, así como la retirada de los soldados rusos presentes en Kosovo.
A cambio, Rusia pretendía que los occidentales aceptaran la idea de que el espacio postsoviético, que Moscú define como su “extranjero cercano”, entraba dentro de su esfera de responsabilidad.
Pero, mientras que las relaciones con Europa eran bastante buenas, especialmente con Francia y Alemania, aumentaban los desencuentros con Estados Unidos.
En 2003, la invasión de Irak por las tropas estadounidenses sin el aval de la ONU supuso una nueva violación del derecho internacional, denunciada por París, Berlín y Moscú.
Esta oposición conjunta de las tres principales potencias de la Europa continental confirmó los temores de Washington respecto a los riesgos que un acercamiento ruso-¬europeo supondría para la hegemonía estadounidense.
En los años posteriores, Estados Unidos anunció su intención de instalar elementos de su escudo antimisiles en Europa del Este, contraviniendo el Acta Fundacional sobre Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad Rusia-OTAN (firmada en 1997), que garantizaba a Moscú que los occidentales no instalarían nuevas infraestructuras militares permanentes en el Este.
Además, Washington ponía en cuestión los acuerdos de desarme nuclear.
Temor legítimo o complejo de guerrero, Moscú percibe las revoluciones que se producen en el espacio postsoviético como operaciones destinadas a instalar regímenes pro-occidentales a sus puertas.
En abril de 2008, Washington ejerció una fuerte presión sobre sus aliados europeos para que ratificaran el deseo de Georgia y Ucrania de incorporarse a la OTAN, a pesar de que la gran mayoría de los ucranios se oponía entonces a esa adhesión.
Al mismo tiempo, Estados Unidos impulsó el reconocimiento de la independencia de Kosovo, constituyendo una nueva violación del derecho internacional, puesto que, en ese momento, jurídicamente continuaba siendo una provincia serbia.
Cuando los occidentales abrieron la caja de Pandora del intervencionismo y del cuestionamiento de la intangibilidad de las fronteras en el continente europeo, Rusia respondió interviniendo militarmente en Georgia en 2008 y, más tarde, reconociendo las independencias de Osetia del Sur y Abjasia.
Con ello, el Kremlin señalaba que haría todo lo posible para impedir una nueva ampliación de la OTAN hacia el Este. Pero, al cuestionar la integridad territorial de Georgia, Rusia violaba a su vez el derecho internacional.
El resentimiento ruso ha llegado a un punto de no retorno con la crisis ucraniana. A finales de 2013, europeos y estadounidenses dieron su apoyo a las manifestaciones que condujeron al derrocamiento del presidente ucranio Víktor Yanukóvich, cuya elección en 2010 había sido reconocida por ajustarse a los estándares democráticos.
Para Moscú, los occidentales estaban apoyando un golpe de Estado para conseguir, a toda costa, la adhesión de Ucrania al campo occidental. Desde entonces, el Kremlin presenta las injerencias rusas en Ucrania –la anexión de Crimea y el apoyo militar extraoficial a los separatistas del Donbass– como una respuesta legítima al golpe de fuerza pro-occidental en Kiev.
Las capitales occidentales, por su parte, denuncian este hecho como un desafío sin precedentes al orden internacional surgido tras la Guerra Fría.
La Unión Europea, lejos de impulsar una distensión con Moscú, rechazó la idea misma de una reunión con el presidente ruso. Esta negativa al diálogo contrasta con la actitud de los europeos hacia el otro gran vecino de la UE, Turquía.
A pesar de su activismo militar (ocupación de Chipre del Norte y de una parte del territorio sirio, envío de tropas a Irak, Libia y el Cáucaso), el régimen autoritario de Recep Tayyip Erdoğan, que también es aliado de Kiev, no es objeto de ninguna sanción.
En el caso de Rusia, por el contrario, los europeos no tienen otra política más que la de amenazar regularmente con una nueva batería de sanciones, en función de las maniobras del Kremlin.
En cuanto a Ucrania, la política de la Unión queda reducida a repetir la doxa (opinión) de la OTAN de la puerta abierta, a pesar de que las principales capitales europeas, encabezadas por París y Berlín, ya hayan manifestado en el pasado su oposición y no tengan intención de integrar a Ucrania en su alianza militar.
La crisis de las relaciones entre Rusia y Occidente demuestra que la seguridad del continente europeo no puede estar garantizada sin Rusia –y aún menos contra ella–.
Por el contrario, Washington se esfuerza en promover esta exclusión, puesto que refuerza la hegemonía estadounidense en Europa. Por su parte, los europeos del oeste, con Francia a la cabeza, han carecido de la visión y el coraje político necesarios para bloquear las iniciativas más provocadoras de Washington.
Los crímenes que se cometen; los abusos del poder; las muertes sin razón de hombres mujeres y niños; el uso de las armas a estas alturas del desarrollo de la Humanidad son estúpidas, inconcebibles y aberrantes.
Sin embargo, siempre es importante escuchar a las partes involucradas. SIEMPRE es importante forjarse un criterio propio… porque SIEMPRE hay dos caras de la misma moneda.
(*) Artículo basado en investigaciones en “Le Monde Diplomatique”.