Un grupo de señoras se va a comer a un restaurante de moda.
Son amigas desde hace muchos años, aunque tienen fuertes diferencias
A sus espaldas, hablan entre ellas de las otras.
Y lo hacen con toda la saña del mundo.
El día de la comida, sin embargo, brindan por la amistad y los años que vendrán.
Al subir el número de bebidas, las diferencias afloran.
Empiezan a lanzarse indirectas hasta que terminan llamándose “putas” y otras lindezas.
Una de ellas le lanza el gin de frutos rojos a otra al tiempo que le grita “¡perra!”.
En respuesta, recibe un jalón de pelos.
La mesa se disuelve en minutos.
Llegan a sus respectivas casas verdaderamente furiosas, y se duermen.
Al día siguiente, la cruda física se cruza con la cruda moral.
Arrepentida, la más violenta busca a la más ofendida y le ofrece disculpas.
La operación cicatriz es imposible.
Ni una sola vez se vuelven a reunir.
O sí, pero para hacerse daño.
La venganza es un gin que se toma con frutos rojos.
Algo así pasó en la elección del PAN en Puebla.
Un grupo de militantes se peleó con otro grupo.
Las injurias terminaron en agravios.
La compra de votos rebasó todas las expectativas.
A la operación “tamal” le siguió la operación “manitas calientes”.
Al final del día, todos llegaron a sus casas y se durmieron.
Ahora pretenden poner en marcha la operación cicatriz.
Cosa imposible.
Los agravios duelen como llagas.
El PAN en Puebla es un partido muerto.
A falta de estructuras, hubo dinero.
A falta de cuadros, hubo trata de militantes.
El voto fue comprado absolutamente.
Como en un burdel.
Los militantes –una buena parte– saben que se vendieron.
Eduardo Rivera Pérez, alcalde de Puebla, observa desde la cruda moral un partido roto, deshecho.
Y aunque se ostente como líder, sabe que la incertidumbre será su compañera de aquí al 2024.
Con un PAN dividido no hay forma de ganar una elección.
Por eso necesitan al PRI y al PRD: para paliar tan negras expectativas.
No se va a la guerra sin fusil.
No se va a una contienda sin cuadros organizados o estructura.
En junio pasado, no ganó Eduardo Rivera: perdió Claudia Rivera.
Parece lo mismo.
No lo es.
Un negro escenario se vive en ese partido que insiste en suicidarse con procesos internos como el que vimos este domingo.
En apariencia, unos ganaron y otros perdieron.
La realidad es cruel:
Todos perdieron en el afán de quedarse con las migajas.
Son como esas señoras que se gritaron “putas” después del tercer trago.
No hay forma de que se vuelvan a sentar.
Y si lo hacen, será para traicionarse.
El abrazo de Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero fue el inicio de una traición brutal.
Iturbide fue el primer traidor de la historia moderna de México, dice el estudioso Rafael Rojas.
Y es que traicionó a todos.
Ante el pelotón de fusilamiento, todavía alcanzó a gritar:
“¡No soy un traidor”.
El tema del traidor y el héroe –trama borgiana por excelencia– se vivirá entre los panistas poblanos con singular gracia y desgracia.
Todos se sienten héroes.
Ninguno.
Son como Iturbide y su grito antes de recibir las ráfagas y caer muerto.
Pensemos en esto cuando los enemigos aldeanos de ayer se den su abrazo de Acatempan.
Las dudas que matarán entonces serán dos:
¿Quién traicionará primero?
¿Quién dará el primer navajazo?
Ya lo dijo el filósofo de pulquería Marko Cortés, dirigente nacional del PAN:
“Vienen puras derrotas en el futuro”.
Y todavía hay quienes festejan la trama de este domingo.
¡Dignidad, caray!
¡Filosofía!