Karla Cejudo
Una sala llena de personas unidas por un mismo sentimiento, entre flores, veladoras y lágrimas, los abrazos y los pésames, son cosas que la pandemia de coronavirus impiden para decirle adiós a alguien y que para nosotros son muy importantes.
Dulce María Judith Pérez Torres, psicóloga especialista en duelos de la UPAEP, sostuvo que la falta de funerales, por las restricciones sanitarias, complica y lacera a las personas que viven la pérdida, pues no les da la pauta correcta para iniciar el proceso para encontrar consuelo.
“Las ceremonias del duelo son de vital importancia para los seres humanos. El hecho de poder reunirse con un grupo de personas que están pasando por el mismo dolor que tú, que necesitan despedirse por última vez de la persona amada, ayuda en gran medida a hacer frente a este proceso tan doloroso y muy personal”.
“Esta despedida final permite a los familiares reunirse para apoyarse y consolarse mutuamente, en especial para los afectados directos por la pérdida, sin embargo, si no hay esta oportunidad de decir adiós, las personas se quedan en un estado de shock, porque no tienen con quien hablar de aquel ser querido”, puntualizó.
Ante esta situación, la doctora comentó que expertos en tanatología en todo el mundo se encuentran trabajando para buscar alternativas a los funerales, sobre en tiempos de COVID-19, puesto que no se puede subsanar la pérdida tan abrupta de un ser querido.
Informó que una de las opciones es juntar a los familiares y conocidos a través de plataformas como Zoom, pues aunque ello suene un poco impersonal y frío, hablar de nuestras emociones con personas que pasan lo mismo, aunque sea a distancia, ayuda en gran medida.
Hacer otros rituales como cajas de recuerdo, diarios o una serie de cartas de despedida, ayudará a que las personas puedan dejar ir este impacto tan grande que les dejó la partida de su ser querido y poder empezar a trabajar en las etapas del duelo.
‘Sólo dieron las cenizas’
Óscar se aisló en su casa cuando empezó a tener los síntomas de coronavirus, cada día se sentía cansado y había perdido más de 15 kilos; sus hermanas estaban al pendiente, pero no podían verlo. Tenía 69 años.
Fueron 15 días de angustia en los cuales Beatriz Guzmán Huerta esperaba que su hermano le diera buenas noticias, 15 días en los que cada vez que no le contestaba el teléfono rogaba que solo estuviera durmiendo.
El 4 de junio, alrededor de las 14:00 horas su hermana le avisó que Óscar había sido trasladado al hospital en calidad de fallecido. El coronavirus había ganado.
Al ser trabajador en el área farmacéutica del Hospital General de Puebla, su hermano Oscar fue trasladado al nosocomio, donde incineraron el cadáver y sólo entregaron las cenizas a los familiares tres días después.
No hubo velorio, ni despedidas, ni un último abrazo.
Beatriz relata que fue doloroso no poder decir adiós, esa sensación de vacío aún la aqueja, ese sentimiento de no dar un último abrazo, tal y como lo hizo con su padre ocho meses atrás.
Se cumplirá la promesa
Gonzalo Flores Burgos, de 72 años de edad y padre de cinco hijos, salió de su natal Izúcar de Matamoros a Puebla capital, donde radicaba desde hace más de 20 años, con apenas un leve dolor en la cabeza y dos vómitos nocturnos, la mañana del 16 de octubre.
Dos hijos –que viven en Izúcar, pues el resto migró a Estados Unidos– y sus nietos se despidieron con la promesa de verse de nuevo en Día de Muertos.
Cuatro días después, el dolor de cabeza se volvió insoportable, la fiebre sobrepasaba los 38 grados y comenzaba a costarle trabajo respirar. Fue entonces cuando acudió al Hospital General de Cholula para ser atendido. Su familia llegó de inmediato para hacer guardias y mantenerse al tanto.
El estado de salud agravó, se requirió ventilación mecánica. El 23 de octubre, pasadas las 22:00 horas, Francisco –el hijo mayor de don Goyo–, recibió la noticia del fallecimiento.
Finalmente, don Francisco contempla que la promesa que se hizo con su padre se cumplirá y volverán a ver este 2 de noviembre.
Sin tiempo de lamentos
Diana López / Mariana Flores / Karla Cejudo / Javier Garzón
Roberto tiene 27 años de edad, vio a su familia contagiarse de coronavirus y a su papá lo perdió en cuestión de horas por complicaciones de COVID-19.
Antier se cumplieron dos meses de la muerte de su papá; en casa, su mamá le colocó una ofrenda por Día de Muertos, con flores de cempasúchil, hojaldras, frutas y calaveritas.
El recuerdo de los momentos de ansiedad y dolor aún son muy recientes.
Roberto cuenta que su papá, de 54 años, era cocinero y por falta de personal tenía que salir a atender a los clientes, pero descarta que el contagio haya ocurrido allí, porque utilizaban todas las medidas sanitarias recomendadas por las autoridades para lugares públicos de comida.
El transporte público es el principal sospechoso.
“Un día llegó a la casa y se sentía mal”, recuerda Roberto.
Lo llevaron al médico y le recetaron unas pastillas solamente, como una gripe normal. Un viernes llamó a su esposa por teléfono para decirle que se sentía muy mal, que regresaría a la casa antes. Generalmente llegaba a las 21:00 horas, pero llegó a cama a las 17:00 horas y con temperatura alta.
Nuevamente fue al médico, quien le recomendó reposo y unos exámenes en una farmacia para entregarlos hasta el lunes.
Pero el sábado se sentía peor, le dolía el cuerpo, le faltaba la respiración, tenía una especie de delirios o alucinaciones. “Decía que tenía que pasar a un lado, que no podía, que algo le estorbaba o había tropiezos en su camino y tenía que quitar algo”, recuerda Roberto.
El domingo se recompuso, desayunó bien y que la comida estaba rica, “pero al poco rato se acostó y ya no podía respirar”.
“Nos espantamos, yo le di primeros auxilios, le di disparos de aire y empezaba a reaccionar, pero él ya no estaba bien, se veía amarillo, casi morado”, recuerda Roberto.
Su mamá decidió llevarlo al hospital, aunque le tocaba en el IMSS La Margarita, eligieron el Hospital General porque estaba más cerca, sin embargo, la ambulancia que pidieron no llegó.
Tomaron el coche, pero sentían que no llegaban; el tráfico, la angustia. Vieron una patrulla y le pidieron a los policías que les ayudaran abriendo paso, pero no les hicieron caso.
No hicieron una hora de camino, pero al llegar al hospital ya poco pudieron hacer: “El doctor dijo que si hubiéramos llegado cinco minutos antes, le hubieran dado resucitación”.
Aunque los cuerpos de pacientes con COVID-19 deben ser incinerados, la mamá de Roberto logró que le entregaran el cuerpo de su marido en ataúd, aunque sellado y encapsulado.
Roberto, su mamá (de 45 años) y su hermana (28 años), dieron positivo. Permanecieron en confinamiento domiciliario, al tiempo de vivir el luto.
La familia les ayudó con las compras de farmacia y despensa.
Hoy están bien de salud, pero a Roberto le ha costado reincorporarse a su trabajo, sus compañeros muestras rechazo: “Me hacían feo, no se querían acercar a mí, me decían que no hubiera regresado porque iba a contagiar a alguien”.
Pero no hay tiempo para lamentos, Roberto señala que debe enfrentar el pago de un préstamo bancario con el cual solventó los gastos funerarios de su padre y los médicos de su familia, que sumaron 65 mil pesos.
Don Beto tuvo 10 días
Humberto Castro fue siempre una persona sonriente, difícilmente se le percibía de mal humor y ante las adversidades normales de la vida siempre aplicó una frase tan corta como contundente: “Todo tiene solución excepto la muerte”, la cual enfrentó en septiembre, perdiendo la pelea con el virus en 10 días.
A los 62 años de edad, don Beto dejó a su esposa y dos hijos. Fernando –el menor– ha tenido las peores semanas de su vida: “Mi papá nunca le hizo daño a nadie, yo nunca conocí a alguien que hablara mal de él, obviamente en mi familia todos lo queríamos mucho, pero tenía amigos que le tuvieron una estima tremenda”.
Después de ir a “hacer sitio”, frente al Museo del Ferrocarril, donde desde hace 15 años se colocaba con su camioneta para ofrecer servicios de fletes y mudanzas se sintió cansado, con dolor de cabeza y sin apetito.
“Pero a él no le gustaba ni ir al doctor ni tomar medicamentos, entonces fue hasta el miércoles cuando ya nos lo llevamos a la fuerza a ver al médico, porque ya comenzaba a tener dificultades para respirar”.
El neumólogo que lo atendió rápidamente lo diagnosticó con coronavirus, sólo con ver el semblante y los síntomas.
A la medicación que el especialista le recetó, su familia le dio remedios caseros. Pero la negativa de don Humberto a ser hospitalizado lo mermó rápidamente y murió.
“Fue un martes cuando amaneció muy mal y llamamos al 911, pero cuando llegó la ambulancia y le aplicaron la resucitación ya no aguantó”, recordó.
Por el confinamiento no hubo funeral, su entierro se llevó a cabo en su natal Acajete, sólo con sus hijos y su esposa, mientras que el levantamiento de cruz se hizo en casa de un compadre, la cual transmitieron en Zoom.
“Le tuve tanto miedo al virus desde que inició la pandemia que cuando nos llegó fue un golpe durísimo. Los primeros días después a que murió mi papá fueron de depresión, nos tuvimos que salir de mi casa para que la sanitizaran, nos fuimos a vivir a la casa desocupada de la mamá de la nuera de un amigo de mi papá.
Lo que nos comenzó a preocupar fue que mi mamá se hubiera contagiado, pero le hicimos la prueba, salió negativo y afortunadamente no ha tenido problemas. Conforme ha pasado el tiempo, hemos poco a poco mejorado; hay días de mucha tristeza, pero nos va llegando la resignación”.
“Si se nos han hecho menos difícil es gracias al apoyo de nuestra familia, pero también de los amigos que tenía mi papá, es increíble la cantidad de mensajes y llamadas que nos han llegado para darnos el pésame y decirnos el cariño que le tenían”, declaró.
‘Como sociedad, mal’
Fátima Enríquez, de 23 años, preparó la ofrenda para sus familiares, pero en especial para su padre Servando Enríquez, quien falleció en julio tras casi casi dos meses de batalla en el hospital contra el virus.
Los sollozos no se hacen esperar mientras Fátima coloca en la fronde la foto de su padre, a quien le prepara carne asada acompañada de frijoles refritos, que tanto le gustaba.
Fátima recuerda a su padre como un hombre trabajador, que tenía 50 años, un hombre que luchaba por sacar adelante a su familia.
Con voz entrecortada recuerda que pasaron momentos muy difíciles, explica que recibieron apoyo de personas que ni siquiera conocían. Por eso asegura que estamos mal como sociedad, al salir sin cubrebocas o en grupos.
“Es una actitud egoísta”.
La joven señala que hablar de la situación que vivieron por el COVID-19 también le trajo muchos problemas con algunos familiares, pero ahí “se ve quién es quién en la familia”.
No hubo tiempo de nada
“Siempre imaginas que tendrás más tiempo, más tiempo para decir todo lo que quieres decir, más tiempo para poder abrazar o convivir con esa persona especial, pero a veces todo sucede tan rápido que no creemos que sea real”, dijo Ana Flores.
Ella perdió a su papá Román Flores Núñez el pasado 28 de abril, llevaba una semana sin verlo y cuando falleció no pudo estar debido a la COVID-19.
“No me pude despedir de él, no pude decirle tantas cosas que hasta hoy llevo guardadas en mí y luego nos dijeron que no podíamos despedirnos del cuerpo, no podíamos velarlo, que simplemente todo había terminado”, recordó.
Ana relata que el proceso fue fácil en cuanto a los trámites, pero sin velorio y sin gente dándole el pésame, sólo tuvo que esperar que le entregaran la urna con las cenizas e irse a la cripta familiar a que descansara junto a su madre.
El duelo sigue, en especial porque ella y sus dos hermanas no consiguen aceptar que un virus les arrebatara a su padre y la posibilidad de despedirse de él.