Por: Joaquín Sánchez
No sabía leer. Fueron las primeras páginas por las que mis ojos pasearon. Mi abuelo los había dejado bien ordenados. Me encantaba porque eran pocas letras, muchas fotos.
Mi mamá me contó que, religiosamente, don Francisco Morales compró los cuadernillos impresos en papel color sepia. Y luego los mandó encuadernar en la librería de mejor calidad en Orizaba.
Fue un hombre de monte, de trabajo rudo. En una de las faenas, llevando a pastar a los animalillos, pasó una tropa en busca de resguardo. Emiliano Zapata con ellos. Alto, ojo claro.
Mi abuelo se enamoró de la historia. Y del bando zapatista. Yo estaba solo cuando vi la imagen más perturbadora. Un colgado. Pendía de un árbol. Sentí piedad, y lástima y dolor.
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Años después, cuando ya fui a la primaria y aprendí a enlazar letras y frases al mirarlas, me enteré que era un general revolucionario de Guerrero, cazado por los federales y ahorcado.
Que lo desnudaron para humillarlo más. Comprendí que los cuartos destrozados en los que sólo quedaron una cama y tablas rotas eran las habitaciones de los hermanos Serdán, acorralados por tantos soldados y policías que les tocó a 17 contra uno.
Me llevaron al museo a los seis años. Y vi las recámaras. Entendí que bajo las tablas se ocultó Aquiles. Hoy, abro la colección Casasola de mi abuelo para quien pasee los ojos por aquí.