El virus nos ha robado la libertad.
La libertad de ejercitarnos sin tener que usar cubrebocas.
De llevar a los niños al parque de la colonia.
De hacer la despensa sin sentir que el de junto va a contagiarnos.
De visitar a quienes por alguna razón, paradójicamente, están en encierro permanente.
De ir al mercado a comprar sin miedo algo tan cotidiano como un kilo de jitomate.
De acudir al banco sin tener que esperar horas para cobrar la quincena.
De asistir a la escuela y reír y jugar y comer el lunch con los amigos.
De conversar con el de junto, aunque sea un total desconocido.
De entrar al templo para orar con nuestros santos.
El virus nos ha robado todo, o casi todo.
Pero no la libertad de creer que la pandemia acabará pronto. Y que la vida, nuestra vida, volverá a ser como era.