Dulce Liz Moreno
Esmeralda Millán –a tres años y medio de haber sido desfigurada, cegada del ojo derecho y dañada en pecho, brazo y mano– padece lo que ninguna víctima de tortura discapacitante debería vivir.
Esto es: carencia de dinero para medicamentos y vida diaria, de atención especializada para ella y su familia; falta de sentencia para el hombre que le causó daño irreversible y, la peor: indefensión ante a él, si logra la libertad, y frente a los tres cómplices que están libres e impunes.
Los dolores, la invidencia y el aspecto de las quemaduras le ciclan el estrés postraumático.
Cada noche experimenta otro tormento: terror. “No puedo salir; siento que alguien me persigue; tengo esa desesperación y angustia”, comparte, entrevistada por este diario.
Le recorre el cuerpo un temblor. Le revive la secuencia del domingo 2 de diciembre de 2018: salió de casa con su mamá cuando aún no salía el sol, a las 5:30. Tres hombres desconocidos las siguieron y acorralaron y uno más –el padre de sus dos hijos– llegó, la jaloneó y le lanzó ácido a la cara. Su madre gritó aterrada; nadie las ayudó.
Esmeralda se desmayó de dolor.
ABANDONO
La penuria cotidiana de Esmeralda Millán y sus hijos y la inmovilidad del caso judicial contravienen lo que expertos han determinado como necesidades básicas de las víctimas: Cuidados médicos especializados en la gravedad de las lesiones, ayuda legal, asistencia en rehabilitación psicológica y social y apoyo económico, asientan especialistas de Acid Survivors Trust International, quienes investigan y promueven acciones para atender a víctimas.
Esmeralda, agredida en el municipio de Cuautlancingo cuando tenía 23 años, por las secuelas del ataque, no puede trabajar.
Su madre se hace cargo de ella y sus dos hijos.
Pero no hay dinero suficiente para material escolar de los niños ni para pagar los traslados de la joven para acudir a consulta con la dermatóloga que la atiende gracias a la mexicana Asociación Carmen Sánchez.
Tampoco alcanza para los medicamentos que debe tomar en forma constante y encaminar la recuperación.
Los especialistas convocados por la asociación –fundada por una víctima de ataque con ácido– le dieron una esperanza: tal vez un trasplante de células salve la córnea del ojo derecho.
Pero llegó la pandemia.
Y por dos años, “todo se detuvo: el tratamiento, las cirugías, todo. Hemos retomado hace dos meses”, indica Millán.
La pandemia también demoró el caso judicial. Y las argucias del agresor: el año pasado transcurrió en espera de la audiencia intermedia, pospuesta siete veces. Nada se ha movido en cinco meses de este año. Porque él cambia de abogado, porque pide nuevo plazo… el juez le dice que sólo queda esperar.
Nadie ha atendido a sus hijos, que atestiguaron tratos crueles y violencia durante el tiempo que estuvieron en la casa de su papá: dos veces antes de la separación definitiva que él no soportó y “castigó” con la agresión discapacitante con ácido.
El pensamiento que mueve a los agresores es, precisamente, el castigo y éste debe ser el exterminio; es decir, el objetivo consiste en asesinarlas, explican los investigadores Judith Beltrán y Rondald Cuenca.
“Siempre el objetivo es torturar a la víctima, tanto física como psicológicamente”, cita Edna Medina en una investigación sobre el delito.
IMPUNIDAD IMPULSA A MÁS CRIMINALES
Noelle Jolin, investigadora de estos crímenes focalizada en Colombia, asegura que los ataques con agentes químicos son más comunes en sitios donde prevalecen “la impunidad, el machismo y la misoginia”.
Esmeralda Millán cree que la falta de investigación y de castigo a los agresores que lanzaron ácido a una mujer frente al SAT de Angelópolis –el miércoles 25 de mayo– alienta a otros violentadores a delinquir.
“Pido a las autoridades que hagan algo, que les demuestren a los violentadores que hay castigo para ellos. No es justo que ellos nos destruyan la vida”.