Dulce Liz Moreno
Tenía 14 años cuando su héroe, El Capitán, la dejó de repente y para siempre. Y sus ojos aún no se saciaban de mirarlo. Un año después, Louise, la que le dibujó la sonrisa y el segundo nombre, también se fue.
Entonces, la niña quedó al mando.
A cargo de sus ocho hermanos.
Al frente de un negocio-proyecto que su papá imaginó desde que sobrevolaba la sabana africana con su recién adquirida mayoría de edad y enorme arrojo como piloto militar estadounidense.
Amy desapareció de la secundaria. Estaba apenas en segundo, como corresponde a las generaciones del Colegio Humboldt, que esperan un año más que el resto para ingresar desde primaria con más madurez en todos los frentes.
Volvió a las aulas hasta el final de tercero de secundaria. Pero transformada.
Hecha una adulta en silueta adolescente. Con preocupaciones de mayor.
Con carga multiplicada de asuntos. Y una cauda de responsabilidades. La cabeza llena de planes para Africam Safari.
Y el corazón ardiente.
Para la prepa, mientras otros hablaban de números, construcciones, televisión y otros futuros, ella acumulaba y digería otra información. Por qué y cómo adaptar al clima, qué efecto en el plumaje; cómo, la migración, qué alimentos, cuánta humedad, qué tonelaje…
Puebla, recientemente, la recuerda por desafiar a un gobernador y renunciar a dirigir la política pública del medio ambiente antes de traicionar sus ideales.
Pero sus amigos, sus compañeros de camino de toda la vida creen, porque lo vieron, que lo aguerrida y firme le cristalizó en aquellos meses de desaparición de las aulas, en ese giro de vida.
Y que el hígado la traicionó y un derrame cerebral le detuvo el calendario de vida, pero no le apagó el fuego entre costilla y costilla.
Y, por ello, honran su memoria contando ese momento de transformación.