Dulce Liz Moreno / Fotos: EFE
Desde la ventanilla el taxi, Kenzo pensó: qué ciudad más gris y triste. El joven diseñador había desafiado el tabú de la familia de hermanas modistas y toda la cultura de Japón de los años 60, cuando era muy mal visto que un hombre se dedicara a la costura.
Y había dejado todo por estar en París, y qué decepcionante se veía detrás de la portezuela. Pero al llegar a Notre Dame, el esplendor se presentó a los ojos del hombre que instaló los rasgos del kimono, la levedad del algodón y los vibrantes rojos en todo tipo de flores estampadas en las pasarelas cuando la moda imponía colores ríos, lisos; con caídas y cortes pesados.
Instaló sus pétalos brillantes con convergencia de Latinoamérica y Asia. El perfume más conocido de su marca lleva de emblema la flor que no huele a nada. El genio murió ayer. Sólo el coronavirus pudo arrancarlo de París.
MÚSCULOS DE AZOTEA Y UN VOLCÁN VIVO
Los tres chicos son palestinos. En la Franja de Gaza hacen su rutina con materia prima de albañiles. El que ruge es el Popocatépetl, ayer, durante la primera mañana despejada de la temporada.