Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
En diciembre, los poblanos mudamos de piel.
Como una argentina arenga de batalla de Raúl González Tuñón (en su Misas herejes): “Adiós, Carriego. Gracias, hermano”, celebrando los últimos días del amigo, pero no del año.
Como una piñata llena de colación, caña, chocolates Ferrero Rocher, y una bolsita “de qué dirán”.
O “cómo vienes vestido, hermano”.
Tan común en este pueblo.
En diciembre, los poblanos mudamos de piel.
Apacibles, vamos a misa. Sin arrepentir los pecados cometidos, pues es parte de nuestra soberbia infidelidad cotidiana.
Aquella endulzada con un “brindemos, brother”.
Con un espumoso, una sidra o un tinto “caro”, pero barato.
En diciembre, los poblanos mudamos de piel.
Ajenos a la vida, involuntariamente observando las otras vidas: nunca la propia, que –presuntamente– vale pesos (y hasta euros).
La lateralidad y la reticencia nos hacen catecúmenos. A los poblanos.
Los poblanos que cambiamos de piel (no todos), en la agonía de un año.
El tema viene al texto que estás leyendo, no como regaño ni lección.
No.
Es un deseo de reflexión para conocer quiénes somos.
Quién soy.
Quién eres tú.
Obsérvate frente al espejo antes de dormir.
Háblate de ti, y de alguna alborozada lectura esta noche.
Una lectura para ti.
Que domine el imperio de tus necesidades antes de dormir.
Tus necesidades.
Tu necesidad de vivir en Puebla, y para qué.
Y todo para qué: Emily Dickinson escribió que “si no hubieran existido esos pobres ellos, no existiría yo”.
Muda tu piel antes de que mueras.
Y vive como te pegue la gana.
¡Alborozadas Navidades!