Por: Jorge Alberto Calles Santillana
La conclusión del primer tercio de gobierno y el inicio del segundo han resultado complicados para los últimos presidentes. A Felipe Calderón le tocó enfrentar, en el proceso, la crisis financiera global y la epidemia de la Influenza H1N1, lo que contribuyó a que la crítica que padecía por haber declarado la guerra al crimen organizado se tornara más fuerte.
A partir de allí, su desempeño, especialmente en lo que respecta a la economía y seguridad, fue percibido cada vez de manera más crítica por la ciudadanía.
El resultado: el PRI regresó al poder. A Peña Nieto, por su parte, los escándalos de la casa blanca y Ayotzinapa le echaron por tierra el éxito de un primer tercio que parecía augurarle un sexenio de ensueño. Las consecuencias las conocemos perfectamente.
El camino de Andrés Manuel López Obrador hacia el segundo tercio de su gestión no puede lucir más complejo. Pero, a diferencia de sus predecesores, ha sido el propio presidente el que ha creado las condiciones que lo han conducido a transitar un camino con complicaciones en abundancia.
En primer lugar, no hay duda que el próximo año la economía vivirá su peor momento de los últimos 90 años. El secretario de Hacienda lo anunció sin ambages; y aunque al entregar el presupuesto para el año entrante habló de recuperación, la verdad es que tanto las organizaciones empresariales como los analistas económicos han coincidido que el suyo es un presupuesto muy optimista.
El cierre de empresas y la pérdida de empleos formales por efecto combinado de la pandemia y las erróneas políticas económicas del gobierno federal han sido y terminarán por ser de tal magnitud que los pronósticos indican que nuestra economía alcanzará hasta 2025 el tamaño y la fuerza que tuvo en 2018.
La recaudación fiscal el año próximo será inferior a la de este año y ya no habrá “guardaditos”, tal como definió Herrera a los múltiples fondos que el actual gobierno recibió de las administraciones neoliberales y que ya fueron empleados en los programas sociales de estos dos años.
Por si fuera poco, el presidente ha decidido gastar 500 millones de pesos en el sorteo presidencial, para regalar cachitos de billete a hospitales del país.
En segundo lugar, háyase aplanado o no la curva de la pandemia, el registro oficial de contagios y decesos continúa siendo alto. Las cifras ubican a México en un contexto internacional nada envidiable: séptimo país con más contagios, cuarto con más fallecimientos y primero en descensos de miembros del personal de salud.
Más allá de que existe un subregistro del que han dado testimonio varios médicos y expertos, la persistencia de la pandemia acarrea problemas que no se restringen a su atención. Crece malestar en la población porque sus otros padecimientos han dejado de ser atendidos porque el sistema entero está enfocado en asistir prioritaria y exclusivamente a los infectados por el coronavirus. Encima, las protestas entre los trabajadores del sector van en aumento.
Los premios de la rifa presidencial terminarán por incrementar la ya existente animosidad, puesto que López Obrador ha ordenado que sean los médicos agraciados los que decidan cómo invertir los millones ganados en la mejoría de la institución. Toda crisis económica, como la que atravesamos y veremos profundizar el año siguiente, contrae consigo efervescencia social. Veremos así crecer protestas sociales, muchas de las cuales ya se han hecho presentes en el espacio público y tenderán a ser más fuertes; otras habrán de aparecer; todo esto tendrá lugar en medio de un escenario electoral que, por definición, será reñido y muy probablemente poco civilizado.
Por lo pronto, el rompimiento de diez gobernadores con la CONAGO es preocupante. No porque la organización sea altamente influyente en la definición de las políticas públicas, sino que pone en evidencia que el proyecto de López Obrador es de él y sólo de él. Los gobernadores acudían a la Conferencia a dialogar entre ellos y con el gobierno federal.
Como lo afirmaron al decretar su salida, el espacio no tiene más esa función. No se puede dialogar con quien no escucha. La cerrazón presidencial no sólo es atribuible a la personalidad del presidente; hay razones de fondo.
La propuesta de hacer llegar más recursos a las entidades no recibió acogida porque de haber sido aceptada habría metido en más aprietos al gobierno central: se habrían limitado sus posibilidades de seguir alimentando sus programas sociales.
El triunfo de López Obrador parecía augurar un sexenio con escasas protestas sociales. Parecía que los grupos que durante años se manifestaron en contra de toda política pública reducirían ahora la vivacidad de sus críticas, cuando no llegaran a estar totalmente alineados con el gobierno. La afinidad ideológica con el presidente y el control político de su gobierno figuraban como factores que contribuirían a tener una aparente paz social.
Los hechos están echando por tierra esa suposición. Los grupos feministas protestan cada vez con mayor fuerza por la violencia de género y los feminicidios. Los campesinos en Chihuahua se sienten engañados por el presidente y retan a la Guardia Nacional.
Las clases medias se aglutinan alrededor de un liderazgo tan confuso como maniqueo y habrán de plantarse en el Zócalo de la capital a pedir la renuncia del presidente. El ruido crece y es evidente que el ánimo del presidente está afectado.
Al día siguiente de que en un informe escueto el presidente declarara, con visibles muestras de agotamiento, que en México se han acabado las masacres, en Cuernavaca ocurrió una que no sólo contradijo la afirmación presidencial sino que hizo palpable que el tejido de corrupción e impunidad ha permitido al crimen organizado crecer y controlar buena parte de las estructuras de gobierno. No, el tránsito hacia el segundo tercio del mandato lopezobradorista no será terso.
Por el contrario, estará pleno de complicaciones. Lo más grave es que el presidente no deja de azuzar el conflicto desde su tribuna mañanera. Insiste: el que no esté con él, es conservador y enemigo de México.