Por: Jorge Alberto Calles Santillana
Si la pandemia del coronavirus expuso las grandes contradicciones de la organización social humana, la forma en la que la estamos enfrentando nos exhibe aún más.
El desarrollo y las consecuencias del fenómeno han sido manejadas bajo dos narrativas: una privilegiando una racionalidad humanitaria y la otra, una racionalidad económica.
En las primeras etapas, la primera perspectiva fue notoriamente dominante sobre la otra. Eran las vidas humanas las que importaban.
Las consecuencias económicas pasaban a un segundo plano. Interesante resultaba que los debates se ocupaban de aclarar qué era más importante, si la salud o la economía. Pero quedaba obviada la pregunta de fondo, de por qué el debate tenía que plantearse en esos términos; por qué hemos terminado por pensar a salud y economía como polos opuestos.
Hoy, con el desgaste de las narrativas médicas, que por repetitivas han dejado de sorprendernos, y con la necesidad apremiante de recuperar ingresos, la racionalidad económica empieza a imponerse.
El plan de reactivación del nuevo gobierno se inserta dentro de esta perspectiva, a pesar de sus matices.
La catastrófica pérdida de empleos que el país ha registrado (más de 600 mil en lo que van del año) más los negativos pronósticos de varias agencias nacionales e internacionales sobre la caída del producto interno y el crecimiento de la población en extrema pobreza, por un lado, así como los compromisos adquiridos por nuestro país en el nuevo tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá –asunto que poco se menciona–, por otro, obligan al gobierno a buscar una salida a la crisis que ya vivimos.
El manejo de las cifras oficiales sobre el desarrollo de la pandemia da soporte a la decisión gubernamental. Pero no hay que caer en engaños.
La Organización Mundial de la Salud ha sido clara al respecto: las reaperturas propiciarán nuevas olas de contagios y el virus no desaparecerá muy probablemente. Se le podrá controlar hasta que exista vacuna, pero aún falta tiempo para que la tengamos.
En los últimos días se recurre a citar la estrategia del gobierno sueco: mantener su economía abierta y no imponer cuarentena a su población. Sin embargo, sin importar bajo qué recursos narrativos se promueva la racionalidad económica y a pesar de que algunos de sus argumentos sean válidos, lo cierto es que detrás de ella hay un innegable darwinismo social: que sobrevivan los más aptos.
La opción sueca no está exenta de esta visión. Esto expone más aún nuestras contradicciones como sociedad.
La pregunta de fondo, aquella que nos cuestiona cómo hemos llegado a esto y cuya respuesta nos podría conducir a repensarnos, continúa sin ser planteada.
En México el debate resulta más complicado porque no hay condiciones para el diálogo productivo. En medio de la polarización resulta difícil hablar de los cambios que necesitamos.
La apertura que planea el gobierno federal, sin apoyos de fondo a quienes están quedando sin empleo y a la planta productiva que produce empleos, terminará muy probablemente por producir un rebote de la pandemia que sin duda tendrá que ser enfrentada con nuevas cuarentenas.
Caeremos en círculos viciosos de dolor, desesperación y muerte. Es urgente apoyar a los más vulnerables, mantener la planta productiva y crear condiciones para ocuparnos del problema de fondo: cómo cambiar para prevalecer. La estrategia del gobierno debe ser revisada a fondo.