Jorge Alberto Calles Santillana
En estos días se cumplió un año de cuando el gobierno chino reconociera oficialmente el crecimiento acelerado de contagios producidos por el coronavirus y de que previera la aparición de una epidemia. Hoy, el fenómeno es ya pandémico y ha causado estragos en la salud de buen número de seres humanos y la muerte a poco más de los millones de personas.
Gobiernos y poblaciones del mundo padecen no solamente las afectaciones del virus, sino sobre todo las consecuencias de los métodos diversos que se han empleado para hacerle frente. Hospitales rebasados, personal de salud agotado y afectado por la enfermedad, economías colapsadas o al borde la quiebra, seres humanos temerosos y hastiados, familias en crisis, relaciones sociales alteradas, desarrollos de vacunas cuya eficacia es aún desconocida, así como búsquedas desesperadas de medicamentos y remedios para ponerle fin al avance de los contagios es lo que ha dejado a su paso este virus, cuyo origen aún es materia de debates.
Al parecer, la pandemia no cederá tal como preveíamos a finales del año pasado, cuando se anunciaba el inicio de la distribución de la vacuna. El crecimiento de los contagios y sus posibles efectos negativos serán –tal vez– peores ahora, debido a la confianza ciega que la existencia de la vacuna ha despertado. Ante ese panorama, viene bien una revisión de los diferentes métodos empleados por algunos de los gobiernos del planeta para identificar decisiones acertadas en los casos exitosos y errores crasos en los fallidos.
Me ocuparé de exponer tres asuntos que sobresalen en el análisis de los tratamientos a la pandemia: decisiones, actores facilitadores y estilos de liderazgo gubernamental.
En noviembre del año pasado, Bloomberg creó un Ranking de Resiliencia a la COVID para evaluar el desempeño frente a la pandemia de 53 países, cuyas economías fueron valuadas por la organización en más de 200 mil millones de dólares.
Desde esa primera medición, hasta la última, dada a conocer hace apenas unos días, México ha resultado ser el país que ha obtenido las peores calificaciones. Entre los diez países mejor evaluados destacan cinco de Asia: Japón, Taiwán, Corea del Sur, China y Vietnam; tres de Europa: Finlandia, Noruega y Dinamarca; y dos de Oceanía: Nueva Zelanda y Australia.
En todos estos países, el número de contagios ha sido bajo y las muertes registradas, contadas.
Son identificables, en las estrategias de estos países varias, decisiones que vale la pena observar con cuidado.
Sobresale el hecho que ellos optaron por enfrentar el fenómeno de manera rápida y decidida. Cierre de fronteras y control sanitario riguroso en los aeropuertos, fueron algunas de las primeras medidas adoptadas por los gobiernos de estos países. Asimismo, decidieron realizar altas cantidades de pruebas y dar seguimiento a los contagiados, así como exigirles cuarentenas, muchas veces asistidas. La recomendación de uso de desinfectantes, cubrebocas y mascarillas fue otra de las decisiones que estos países adoptaron inmediatamente.
Esto resultó fácil para ellos porque encontraron factores que posibilitaron que la población aceptara esas decisiones. En ellos, las diferencias sociales no son tan marcadas o existe una cultura comunitaria fuerte, en la que el individualismo no tiene raíces poderosas. Las tecnologías digitales resultaron ser otro factor facilitador.
Corea del Sur, China y Finlandia, por ejemplo, emplean aplicaciones que permiten informar a sus usuarios si han tenido contacto con alguna persona contagiada, proporcionarle consejos, además de monitorear sus comportamientos biológicos y registrar su movilidad.
La confianza que los habitantes de la mayoría de esos países tienen en sus autoridades jugó también un papel importante en el proceso.
La existencia de sistemas de salud centralizados y consolidados con bases automatizadas de datos contribuyó a hacer efectivo el método de contención del virus. En el caso de Taiwán, el capital cultural que fue adquirido durante la epidemia del SARS en 2003 fue un factor decisivo.
Mientras que en aquel año el virus los sorprendió con experiencia y conocimientos nulos, las autoridades sanitarias aplicaron ahora lo que en aquella ocasión aprendieron: rastrear a quienes habían tenido contacto con los enfermos, aislar a los contagiados, intercambiar información entre las agencias de salud e informar veraz y oportunamente a la población.
Ahora, Taiwán se preparó desde finales de 2019 preparando hospitales, fabricando equipos y creando pruebas de diagnóstico.
Sin duda, la existencia de líderes empáticos y capaces de otorgarle sentido y dirección a sus acciones potenciaron la combinación de factores y decisiones.
Destaca la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, quien convenció a sus conciudadanos de que con una estrategia “dura y pronta” el avance del virus se detendría y evitaría un cierre prolongado de la economía. Lo consiguió y en octubre del año pasado su pueblo la reeligió al cargo.
Estos líderes supieron conectarse con sus pueblos y hacerles entender que la seriedad del fenómeno requería de decisiones fuertes. Estos líderes tuvieron claro que sus decisiones deberían basarse más en la ciencia que en la política. Por eso el nivel de contagios ha sido bajo; por eso, han evitado mayor número de fallecimientos.
Actuaron con inteligencia emocional y humanismo, al contrario de como procedieron los líderes de las cuatro naciones que registran más muertes hasta el momento: Estados Unidos, Brasil, India y México.
Estos líderes minimizaron la gravedad de la pandemia, rechazaron la ciencia, adoptaron posturas arrogantes, culparon a los demás de los problemas, se enfrentaron a autoridades locales, disputaron las cifras de contagios y muertes y desarrollaron narrativas manipuladoras de los eventos.
No sorprende, pues, que México califique como el país con el peor manejo de la crisis.