Dr. José Manuel Nieto Jalil / Director del Departamento Regional de Ciencias en la Región Centro-Sur Tecnológico de Monterrey Campus Puebla
La ciencia, históricamente considerada un puente que une naciones y culturas, enfrenta una de sus pruebas más difíciles desde el estallido de la guerra entre Ucrania y Rusia el 24 de febrero de 2022. Este conflicto, más allá de sus devastadoras consecuencias humanitarias, ha tenido un impacto profundo y duradero en la cooperación científica internacional. Ha detenido proyectos de vanguardia y amenaza con fragmentar redes colaborativas que tardaron décadas en construirse. En este contexto, resulta esencial analizar cómo esta guerra ha afectado diversas áreas del conocimiento, desde la exploración espacial hasta la energía sostenible, y reflexionar sobre el futuro de la ciencia en un mundo cada vez más polarizado.
La exploración espacial ha sido una de las áreas más visiblemente afectadas por el conflicto. El programa ExoMars, desarrollado conjuntamente por la Agencia Espacial Europea (ESA) y Roscosmos, es un ejemplo emblemático. Diseñado para buscar rastros de vida en Marte, este ambicioso proyecto quedó suspendido debido a las sanciones internacionales impuestas a Rusia. La suspensión del lanzamiento del rover Rosalind Franklin, inicialmente programado para 2022, no solo ha retrasado la misión, sino que también ha puesto en peligro los años de esfuerzo conjunto y los considerables recursos financieros invertidos. En el contexto de la guerra, este retraso es un recordatorio tangible de cómo los conflictos terrestres pueden detener los esfuerzos por explorar y comprender nuestro lugar en el universo.
Las sanciones impuestas a Rusia han generado una crisis sistémica en la colaboración científica internacional. Por ejemplo, la dependencia de cohetes y plataformas de lanzamiento rusos, como el Protón-M y las instalaciones en Baikonur, Kazajstán, ha obligado a los países europeos a reevaluar sus estrategias y buscar alternativas que, aunque necesarias, duplican esfuerzos y recursos. Esta desconexión entre Europa y Rusia representa un retroceso significativo en un sector donde la colaboración ha sido clave para superar desafíos tecnológicos y económicos.
En el ámbito de la física de partículas, el impacto del conflicto es igualmente preocupante. El CERN, la organización europea para la investigación nuclear, depende en gran medida de la participación de científicos de todo el mundo, incluidos físicos rusos que han sido fundamentales para avances recientes. La exclusión de estos investigadores no solo limita el alcance de los experimentos actuales, sino que también amenaza con desacelerar el progreso en áreas críticas como la búsqueda de la materia oscura y la comprensión del origen del universo. En un campo donde el conocimiento avanza mediante la integración de ideas y recursos globales, estas interrupciones subrayan los riesgos de politizar la ciencia.
Los efectos de la guerra también han alcanzado proyectos destinados a abordar problemas globales como la crisis energética. El reactor de fusión nuclear ITER, una colaboración internacional que busca replicar la energía del Sol en la Tierra, enfrenta desafíos adicionales debido al retiro de recursos y expertos rusos. Este proyecto, que representa una esperanza para la generación de energía limpia y sostenible, depende de la cooperación técnica y financiera de múltiples naciones.
El conflicto también ha repercutido en áreas menos visibles pero igualmente importantes, como la infraestructura de observación astronómica. La Red Europea de Interferometría, que conecta radiotelescopios en Europa y Rusia, es un ejemplo claro de cómo las tensiones geopolíticas pueden poner en riesgo descubrimientos científicos fundamentales. Esta red fue crucial para obtener la primera imagen de un agujero negro en 2019, un logro que marcó un hito en la astronomía moderna. Su posible desmantelamiento debido a la guerra no solo interrumpe investigaciones actuales, sino que también limita el acceso a datos vitales para futuras generaciones de científicos.
El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, pidió este domingo un alto el fuego inmediato en Ucrania y el lanzamiento de un proceso negociador que ponga fin a la guerra lanzada por Rusia contra ese país. Este llamado, aunque notable por su peso político, pone de manifiesto la complejidad del conflicto y la necesidad de buscar soluciones multilaterales. Más allá de los gestos diplomáticos, la ciencia y la tecnología podrían desempeñar un papel crucial en la construcción de puentes que faciliten el diálogo entre las partes involucradas, promoviendo un futuro más colaborativo y estable.
Más allá de los proyectos científicos específicos, la guerra ha generado una crisis en el ámbito académico y educativo. Universidades europeas han suspendido colaboraciones con instituciones rusas, afectando programas de intercambio y limitando la movilidad de estudiantes e investigadores. Este aislamiento académico priva a ambas partes de la oportunidad de aprender y beneficiarse mutuamente, y amenaza con romper los lazos que son esenciales para la innovación. En un momento en que los desafíos globales, desde la crisis climática hasta las pandemias, requieren soluciones interdisciplinarias y colaborativas, estas restricciones representan un grave retroceso.
El impacto en los individuos también es significativo. Muchos científicos rusos han visto sus carreras interrumpidas por las sanciones, enfrentando dificultades para acceder a publicaciones internacionales, participar en conferencias o colaborar con colegas extranjeros. En algunos casos, esta situación ha llevado a una fuga de cerebros, con investigadores buscando oportunidades en otros países. En el caso de Ucrania, la situación es aún más grave. La invasión rusa ha forzado a muchos académicos a abandonar sus laboratorios y redes de colaboración, perdiendo acceso a datos y equipos esenciales para su trabajo. Esta crisis humanitaria resalta la necesidad de apoyo internacional para proteger y promover el trabajo de los investigadores afectados por la guerra.
Los retos éticos planteados por esta situación son profundos y complejos. La penalización de la comunidad científica rusa plantea preguntas difíciles sobre la justicia de las sanciones colectivas. Aunque estas medidas buscan presionar al gobierno ruso, su impacto en los científicos y sus investigaciones a menudo no tiene relación directa con las causas del conflicto. Este dilema subraya la necesidad de distinguir entre sanciones políticas y la protección de la ciencia como un bien global.
El conflicto entre Ucrania y Rusia es un recordatorio de cuán frágil es la colaboración científica internacional ante tensiones geopolíticas. Para mitigar los impactos de futuros conflictos, es crucial establecer protocolos que protejan la ciencia de las interrupciones políticas y garantizar que los proyectos científicos puedan continuar independientemente de las disputas internacionales. Esto incluye diversificar las fuentes de financiamiento, fomentar la resiliencia en las infraestructuras científicas y promover el acceso abierto al conocimiento.
La sanción a la ciencia rusa en el contexto de la guerra entre Ucrania y Rusia representa una contradicción fundamental con los principios esenciales de la investigación científica. La ciencia, por naturaleza, trasciende fronteras y busca soluciones colectivas a los desafíos globales. Históricamente, incluso en los momentos más oscuros de la humanidad, la cooperación científica ha logrado persistir, demostrando que el conocimiento y la búsqueda de la verdad no deben estar subordinados a las tensiones políticas.
La colaboración entre Estados Unidos y Rusia durante la Guerra Fría en el marco del programa Apolo-Soyuz. A pesar de las tensiones ideológicas y militares, ambas naciones reconocieron el valor estratégico de la colaboración científica en el espacio, demostrando que incluso en períodos de gran antagonismo, la ciencia podía ser un terreno neutral donde las naciones trabajaran juntas en beneficio de la humanidad.
Al sancionar la participación de Rusia en proyectos científicos internacionales, el mundo corre el riesgo de socavar no solo los avances en áreas críticas, sino también el principio de que el conocimiento es un bien común, compartido y construido colectivamente. Este tipo de sanciones introduce divisiones que podrían tardar generaciones en repararse, alejando al mundo de una visión en la que los científicos, sin importar su nacionalidad, trabajen unidos para enfrentar problemas globales.