Por: Jorge Alberto Calles Santillana
Las imágenes no podían ser más impactantes: dentro de una combi de transporte público, un presunto asaltante era detenido por los pasajeros y golpeado salvajemente durante aproximadamente cinco minutos. El video, tomado de la cámara de grabación de la unidad, se volvió viral. No hubo chat al cual no fuera reenviado y el cual no se inundara de comentarios, la mayoría celebratorios.
Los memes alusivos empezaron a circular poco después. Pero hubo un segundo efecto de este suceso: pocos minutos más tarde, empezó a circular otro video, grabado esta vez por un testigo con su celular. En él, un presunto ladrón de un mercado de flores de Xochimilco era igualmente golpeado por varias personas al tiempo que injuriado.
Poco después, otro video, proveniente de un local de venta de quesadillas de un lugar no identificado. Después, otros más. Uno, se indicaba, de Guadalajara; otro, al parecer grabado en Tabasco.
El mensaje con el que el primer video fue difundido fue captado con toda claridad: defendámonos con todo frente a cualquier agresión; las vidas de los asaltantes no valen nada. No sería extraño, aun cuando sí lamentable, que en estos días escenas como éstas se multipliquen.
La adrenalina y el hartazgo movieron sin duda a mucha gente a aplaudir estos hechos. En medio de emociones fuertes y a veces encontradas perdemos de vista varios hechos. Primero, una vez que el presunto delincuente se encuentra en situación de indefensión, el grupo de atacantes no muestra piedad alguna y lo golpea aún en estado de inconsciencia; cada golpe va acompañado de un insulto que a la vez que describe al agredido como transgresor de la ley, justifica el castigo del agresor.
Segundo, el suceso es observado por muchas personas; no participan solamente los golpeadores. La mayoría no interviene directamente en el acto pero sí azuza la agresión. Son pocas las voces que piden detener el castigo y menos las que convocan a autoridad alguna; nadie atiende las súplicas por ayuda de los agredidos.
Quienes claman piedad y sensatez son, por lo regular, mujeres. Tercero, las imágenes se vuelven virales casi inmediatamente. Aparece así, una conversación pública sobre los hechos en la que predomina la aceptación de las masacres y la denostación de los supuestos criminales. Acto seguido, aparecen los memes; la excitación se reduce y el hecho se vuelve una tragicomedia.
Recuperamos la relajación pero, lo más importante, terminamos por asumir como válido el texto con el que surgió el ataque como hecho cultural: ¡se lo merecen! La violencia se naturaliza; termina por ser aceptada.
Ni hablar que estas manifestaciones antisociales ocurren en un contexto que lo hacen posible y que suscitan esas altas tasas de aprobación. La presencia de la delincuencia en cada vez más numerosos territorios de nuestra cotidianeidad, la incapacidad de los cuerpos de seguridad para atender las necesidades ciudadanas y la insultante impunidad que a nuestra sociedad caracteriza son factores que dan pie a estas venganzas, a estas manifestaciones de furia ciudadana.
Pero lo más grave es que estos son textos creados por ciudadanos con dos audiencias claramente identificables: la de los delincuentes, a la que se le dice “esto es lo que les espera”; y a la de los demás ciudadanos para la cual el mensaje es “hagámoslo, nos estamos defendiendo”. Es decir, hemos llegado a un punto de nuestra vida social en el que estamos reclamando el derecho ¡a ejercer la violencia! Los textos de los memes no pueden ser más elocuentes.
En ellos se habla de que en una combi es más posible encontrar justicia que en una agencia del ministerio público. Se eleva al transporte público al rango de Suprema Combi de Justicia de la Nación o se muestra la fotografía del asaltante de la combi en un hospital indicando que sufrió un accidente de trabajo o que se enfermó de Combi-19.
Ante la ausencia de autoridad, empleemos nosotros la fuerza y sometamos a los delincuentes, es la arenga. Es claro que hemos alcanzado ya un nivel de deterioro social cuyo futuro es incierto pero sin duda espeluznante.
A partir de ahora, los asaltos en el transporte público serán mucho más violentos pues los delincuentes ingresarán armados a las unidades y no se detendrán para disparar en cuanto sientan que su integridad corre peligro.
Pero hay algo más grave, más preocupante. Desde el momento en que empezamos a reclamar nuestro derecho a ejercer la violencia es porque estamos dispuestos a hacerlo y porque creemos tener justificaciones.
Esto no sabemos hasta dónde nos pueda llevar. Pero, además, nos conduce a exigir un derecho que no nos corresponde, a la violencia. Al hacerlo, no sólo renunciamos sino que también olvidamos que lo debemos hacer es exigir, una y mil veces, nuestro derecho a la paz y a la seguridad.
Estamos dando por sentado que el Estado se ha despreocupado de nosotros. Pero también, que ya nada tenemos que exigirle. Esto es gravísimo. Ojalá haya en los cuerpos del Estado quien haga una lectura correcta de estos hechos. Ojalá que alguien entienda que es tiempo de dejar de hablar y es tiempo de tomar la realidad en serio para actuar con miras a procurar paz, seguridad y tranquilidad. De lo contrario, perderemos muy pronto lo poco que nos queda de sociedad.