Carlos Fara / 7miradas.com
El manejo político del entierro del astro demuestra la falta de escalas intermedias: agonía o éxtasis
Maradona es una buena representación de la idiosincrasia argentina: blanco o negro, excelente o un desastre, Dios o el diablo, 10 ó 0. Él era así en sus actitudes y sus opiniones, futbolísticas y políticas. Del gladiador tan admirado no podía esperarse que fuera un moderado en otros aspectos. Por eso era un líder admirado u odiado pero nunca pasaba desapercibido o generaba indiferencia.
Diego Armando Maradona siempre fue visto como el líder salvador, desequilibrador, la gran solución, muy representativo de una sociedad que frente a cada crisis busca el mesías, que históricamente cree más en eso que en el resultado del trabajo en equipo. Por eso, cuando el mesías no está, los acompañantes se pierden.
En sus blancos y negros, sin grises, la vida de Maradona siempre estuvo emparentada con la agonía y el éxtasis.
Por lo tanto, no debe llamar la atención ni su muerte prematura –tan solo 60 años– ni lo dramático de los hechos a su alrededor, que terminarán en un conflicto judicial. Es decir, ni siquiera las características de su muerte son apacibles y ordenadas. Una vez más, el mito se expresa de manera revoltosa.
Un mito viviente no podía estar al margen del poder. Ahí aparece otra faceta del Maradona abanderado de los humildes, la víctima de las injusticias de algún establishment: el penal mal cobrado en la final del Mundial del 90, el “me cortaron las piernas” del 94, etcétera. Si bien coqueteó con varias ideologías (Menem, los Kirchner, Fidel Castro y Chávez), lo cierto es que en ese diálogo con el poder representaba una tentación permanente para su uso político. La política es muy proclive a tomar lo que tiene a mano para congraciarse con el pueblo. Es histórico, de todas las latitudes e ideologías, quizá con más acento en América Latina.
En ese marco, su muerte era “una gran oportunidad” para sintonizar con el dolor popular. Y la oportunidad le llegó a un gobierno que tiene muchos problemas de gestión y de comunicación. Esos déficits aparecieron casi todos juntos en pocas horas, desde que se conoció el deceso hasta el entierro. Más allá de lo ideológico y el uso político –esperable– era previsible que hubiese problemas por causa del sistema de decisión que tiene el presidente Alberto Fernández.
A su administración le cuesta organizarse, tomar decisiones sensatas, reaccionar a tiempo y comunicar adecuadamente. Todo lo hace de una manera un tanto amateur, con un jefe que es poco proclive a escuchar. De eso se quejan sus propios socios políticos dentro del Frente de Todos, más allá de lo que opine la oposición.
Porque no es la primera vez que fallece un mito popular. Ya había habido casos como el del cantante Sandro, que fue velado en el Congreso Nacional durante 24 horas. Pero, claro, no había pandemia y Maradona era un referente mundial. Nada iba a ser pacífico.
De “la mano de Dios” se puede llegar al cielo, pero también al infierno. El gobierno no sólo manejó mal su incursión en el sentimiento popular, sino que además entró en contradicciones que se fueron conociendo a medida que pasaron las horas.
Resultado: Argentina pasó de ser noticia mundial por la muerte de uno de los tres o cuatro mejores futbolistas de la historia, admirado y reconocido, a generar en sólo 24 horas otra noticia mundial por el desmanejo del velorio. Las escalas intermedias parecen no existir en este país: una vez más la agonía o el éxtasis, la gloria o Devoto (lugar de una famosa prisión), como dice el saber popular.
Ahora viene la saga judicial por las responsabilidades médicas y de su entorno respecto al fallecimiento.
Eso nos dirá que Maradona sigue vivo en el recuerdo por los buenos y los malos motivos. Los dimes y diretes del conflicto político por la presencia policial para poner orden en el velorio popular ya se van acallando, aunque seguro volverán en algún otro escenario donde se dirima poder.
Maradona será así una excusa perfecta para el aprovechamiento.
Los problemas estructurales y coyunturales de la Argentina actual son tan grandes que nunca dejan en paz ni a los muertos.