Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Antonio Caso escribió en uno de los números de la Revista Moderna (1922):
“Desde el Santuario de Nuestra Seńora del Carmen (de la poética ciudad de Teziutlán, en el estado de Puebla, donde vive ‘muy contento, satisfecho y feliz’ –procul negotiis, como dijera el venusino–)”, el presbítero don Federico Escobedo ha dotado a la literatura nacional de un nuevo y admirable libro rotulado Rapsodias Bíblicas, poesías de noble ímpetu y generosa inspiración religiosa, ceńida al molde impecable del más sereno clasisismo”.
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Federico se hizo llamar Tamiro Miceneo –en Roma–, donde fue entre filósofo, poeta y sacerdote letrado, que realmente lo fue.
O tal vez no.
Quién sabe.
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Noemí, “la hermosa doliente” fue su pasión imaginaria.
Cuentan que fue una poblana de arraigada poblanía.
Española o italiana.
Pero su musa a quien musitar pensamientos.
Creaciones del pensar, tan íntimas como explosivas.
Nunca lo sabremos.
Y escribió:
“Es un óvulo perfecto el de su rostro, al que ciñen en torno flotantes rizos, color de Engádicas vides. Como estanque en reposo está su frente apacible, si bien el dolor en ella clara señal se percibe.
Sus ojos, color de cielo, por el llanto que despiden, se han opacado y semejan de dos soles el eclipse.
De sus mejillas los campos ya no ostentan los matices que de Jericó, las rosas los prestaban; ora… tintes muestran de pálidos lirios, y se ven muy tristes… muy tristes!
El cuello, que en gallardía dejaba atrás al del cisne, hoy… lánguido se doblega, como se doblega un mimbre…”
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El padrecito Federico vinculó su castidad entre los votos y la ansiedad.
Con matices clásicos y de humano enamorado.
Sensible.
Dedicado.
Auténtico, en su imaginario.
Tan poblano.
Tan él.
Tan suyo.
Como ese parque dedicado a sus atracciones terrenales.
En el barrio poblano del Carmen.
Enfrente de una cantina.
Donde tanto hay que leer, de don Federico Escobedo.