Adolfo Flores Fragoso
Cito a Borges:
“Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital: ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita”.
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“¿Serán los culpables castigados un día?”, preguntó Volodia Teitelboim (en cierto libro biográfico), recapacitando cierta reflexión de su certero maestro Pablo Ingberg.
¿En una cárcel?
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¿En dónde radica la cárcel?
Tal vez está entre la culpa, la burla, los dichos…
Una cárcel, personal.
Una cárcel imaginaria, pero muy real, en la que vivimos.
Entre lo cruel y una mirada que también huele a pecado.
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Lo escrito arriba intenta eslabonar.
Si bien en el plano de Ordóñez y Macías (1849) fueron mencionados todos, el alguacil mayor Alonso Raboso escribió, dos siglos antes, de los orfanatos de la Puebla de los Ángeles.
Recintos de niños sin padres ni madres.
A veces infantes (no nacidos, también, resguardados en el limbo), que nos recuerda cierta esquina interior de la Basílica Catedral de Puebla.
Sin castigos ni bendiciones, como lo oculta una capilla edificada entre tapias de lodo dedicada a San Lázaro, en la antigua calle poblana de la Misericordia, actual 18 Norte y la 22.
O de los niños muriendo debajo de una cruz, para salvarlos de sus padres malos. Allí, por la antigua calle de la Muerte, actual 8 Oriente y 14 Sur, de la Puebla de los Ángeles.
De los ángeles.
Alejándolos del castigo de los demonios.
También.
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Nuestra Puebla también es bella, como a la vez cruel.
Celebra a los muertos, pero olvida a quienes pudieron haber sobrevivido.
Esos que en el cálido amor de sus vientres gozan –aún– del calor de una monja enterrada debajo de un convento poblano.
Con un padre.
Un hijo.
Debajo de la frescura de una flor de muerto.
Esa otra cárcel, que no lo es.
Se trata de un amoroso ramo de cempauxóchitl.
Bajo el cobijo de un espíritu.
Que también santifica.