Antonio Peniche García
(Primera de dos partes)
–¡Oh, Ahab! –gritó Starbuck–. ¡Mira! ¡Moby Dick ya no te busca!
¡Eres tú, tú, el que la persigues locamente!
La obra maestra de Herman Melville fue una de mis primeras lecturas novelescas cuando era niño. Me encantan los animales, y los cetáceos, en especial, han tenido una extraña fascinación en mi.
Mi libro había sido un regalo de fin del año escolar y era una edición ilustrada para jóvenes de «Moby Dick». Los detallados tratados de Melville, casi enciclopédicos sobre la caza de ballenas y la vida en alta mar de aquella época (s.xix), habían sido omitidos. Lo cuál, sin duda, hizo que mi lectura, fuera más ágil y entretenida.
Tener frente a mí la novela con imágenes sobre las vicisitudes de toda la tripulación de un barco ballenero, para darle caza a un enorme cachalote blanco, me hipnotizaba.
Recuerdo haberla leído decenas de veces. Pasaba horas observando las imágenes de la ballena albina, deseando tener la oportunidad de topármela frente a frente, para admirar su blancura y majestuosidad.
Mi imaginación infantil, me llevaba a acercarme y acariciarla. Me entristecía enormemente, observar todas las heridas que portaba en su piel por tantos arpones clavados. Quería arrancárselos y ayudarle a sanar.
Los cetáceos son gigantes amistosos, gentiles y muy inteligentes. Sabemos que se protegen, se ayudan y tienen lazos familiares muy estrechos.
Me preguntaba, ¿cómo es posible que exista un alma tan desalmada como la de Ahab, el capitán del Pequod, con el obsesionado objetivo de perseguir a una gentil ballena?, cuando la única razón de ser de los cetáceos es vivir, convivir, alimentarse y reproducirse en el océano, sin tener un pensamiento de maldad hacia el ser humano.
Pero la novela de Melville va mucho más allá. Es una gran radiografía de los retos más profundos del ser humano. Profundiza en el ego, nuestro mayor adversario. Nuestro satán.
Precisamente, lazos familiares, experiencias y relaciones de vida, me han llevado a realizar un análisis introspectivo, teniendo la trama de la novela de Melville como reflejo de mi propio viaje.
Nuestros miedos y heridas de niño llegan a estar tan arraigados en la profundidad del ser, que nos pueden llevar a la disyuntiva de “matar o morir”, metafóricamente hablando. Nos podemos “morir en la raya” defendiendo opiniones y emociones.
Sin embargo, en el caso del capitán Ahab, sus emociones y, en consecuencia, sus acciones, lo llevaron a la literalidad de matar o morir.
Su razón de existir se convirtió en darle caza al “demonio blanco”. Al Leviatán que lo persigue hasta en sueños y toma la inefable decisión de que estará en paz consigo mismo, en el momento de dar caza al enorme cachalote.
¿Qué hacer? ¿Cómo abordar este tipo de traumas, y heridas del alma? Existe una palabra común y sencilla para darle respuesta a temas tan complejos. TRABAJAR.
La maestría en nuestros oficios, en nuestras profesiones llega con la práctica y la experiencia. Lo mismo tenemos que hacer con la parte más profunda de nuestro ser. Trabajar espiritualmente.
Lo incondicional no existe. Toda relación es un reto que nos llevará a cuestionarnos. A enfrentarnos con nuestros demonios.
El conflicto y los altercados surgirán. Las controversias, aparecerán. Los desencantos, nos acecharán. Pero… ¿y qué tal que en vez de subirnos siempre al cuadrilátero, comenzamos a vernos como un equipo y luchamos por lo mismo?
Si hacemos un análisis maduro y profundo, caeremos en cuenta, casi siempre, que hay más temas que nos unen que diferencias. Navegar en un mismo barco, implica trabajar en equipo y aprender a ser compañeros de viaje.
En las relaciones sanas, se discute, se disiente. No se opina lo mismo. Existe la frustración. La inseguridad se hace presente.
Sano no significa Perfecto.
Lo que verdaderamente hace que una relación sea sana es la manera en cómo abordamos los problemas. No existe relación humana, donde no existan desacuerdos. Esto es así, porque en el planeta, no encontraremos dos personas iguales.
Siempre enfrentaremos y “encallaremos” con versiones disímbolas de la realidad. Cada cabeza es un mundo. Cada persona aborda su vida y emite opiniones de acuerdo a sus propias vivencias, experiencias y emociones pasadas.
Esto genera, por naturaleza, roces y fricciones.
Ya sea relación de pareja, familiar, laboral, social, administrativa, de amistad, o política… lo más importante es aprender a construir acuerdos, a partir del desacuerdo.