Por: Rubén Salazar/Director de Etellekt / www.etellekt.com [email protected] @etellekt_
¿Alguna vez el presidente se escucha cuando habla? Realmente no, nunca lo hace, nunca lo ha hecho y jamás lo hará. Todavía hay quienes piensan que el López Obrador del presente es diferente al del pasado, “atontado” por las mieles palaciegas y, por esa razón, convertido ahora en un pequeño rey malcriado, pendenciero y arrogante, en comparación al prudente exjefe de gobierno capitalino que aún recuerdan con nostalgia.
Pero en realidad nada ha cambiado en él. Es el mismo líder embrutecido, furibundo y vengativo de siempre, que no traga sapos, sino que los arroja sin avisar en la nuca de quien lo haya contradicho, cuestionado o dejado sin palabras en un debate; el que descalificaba a diestra y siniestra a sus adversarios, sin medir las consecuencias de su polarizante verborrea sobre su propia popularidad, que brotó espontáneamente en una ciudadanía ávida de líderes emergentes que marcaran un antes y un después del corrupto PRI, pero que poco a poco fue desinflándose en las clases medias y altas, que terminaron por desconfiar del iracundo lenguaje del tabasqueño, que dividía por igual a una sociedad de por sí sumergida en los enconos de clase y a las propias familias.
Tampoco ha cambiado respecto al jefe de Gobierno del Distrito Federal que llamó despectivamente “pirrurris” a los capitalinos que le demandaban seguridad, por organizar una marcha blanca en avenida Reforma de un millón de personas, sin importarle que en una gran mayoría de sus hogares –incluyendo el mío– tuvimos familiares que padecieron asaltos o secuestros.
Y no dista nada de aquel candidato presidencial que comparó al entonces presidente Vicente Fox con una “chachalaca”, desquitándose del ranchero oriundo de Guanajuato, al que nunca le perdonó por el desafuero en su contra, según López Obrador, por su decisión de haber construido un camino a un hospital, aunque la verdadera razón fue su reiterado desprecio por la ley, al desacatar una orden judicial que suspendía la construcción de ese sendero (cualquier coincidencia con su acuerdo para catalogar sus obras del Tren Maya, la refinería de Dos Bocas o el Aeropuerto de Santa Lucía, como obras de seguridad nacional y violar derechos de particulares, no es mera coincidencia).
Prueba de lo anterior es el López Obrador presidente, que no duda en descalificar y llenar de adjetivos a los que no piensan igual que él o se oponen a sus decisiones, y a quienes se atreven a denunciar las corruptelas y patrimonio inexplicable de sus funcionarios y familiares.
Como un verdadero bully escolar, no tuvo el menor empacho en insultar a la canciller de Panamá y feminista, Érika Mouynes, al compararla con la “Santa Inquisición”, por la negativa de ese país de recibir como embajador de México al excatedrático Pedro Salmerón (amigo y confidente de López Obrador y su esposa, la historiadora Beatriz Gutiérrez Müller), acusado de acoso sexual.
Lejos de rectificar, AMLO no sólo le faltó el respeto a la canciller panameña, sino a las mujeres víctimas de violencia, al anunciar que le daría empleo a Salmerón en la Oficina de Presidencia, en lugar de solicitar a la Fiscalía General de Justicia de Ciudad de México una investigación de oficio. Una consideración que no tuvo con otros colaboradores que estuvieron en aprietos, como René Bejarano, Carlos Ímaz –exesposo de Claudia Sheinbaum– o Gustavo Ponce, los que tuvieron que enfrentar la justicia federal en un sistema con más pluralidad política que la de ahora.
Su arcaica y violenta conducta se hizo igual de patente en contra de los periodistas Carlos Loret de Mola y Carmen Aristegui, a quienes no perdona el haber difundido el reportaje de la casa de Houston, que desnuda los lujos de su hijo mayor al amparo del poder de su padre, que derribó como un castillo de naipes su falso discurso moral de honestidad y austeridad republicanas.
Apartado de la frugalidad, no sólo en la comida sino en el uso de las palabras y literalmente con el cuchillo entre los dientes, balbuceando y arrastrando la voz –casi expulsando lágrimas de ira–, los llamó mercenarios del periodismo, corruptos y deshonestos.
Con Loret de Mola, la inquina de AMLO fue más allá, rayando en la amenaza y actuando como un tirano (al tiempo que The Economist alertó que México está a nada de caer al autoritarismo), al violar el secreto fiscal y exhibir públicamente en su conferencia mañanera el sueldo que gana Loret de Mola, violando la privacidad del periodista y poniendo en riesgo su seguridad personal y la de sus familiares, en un momento donde ejercer el periodismo en México literalmente equivale a jugarse la vida.
Una narrativa hostil que lleva años encendiendo los ánimos de sus simpatizantes. Que demuestra lo predecible y violento que es AMLO, sobre todo a la hora de buscar pretextos para desviar la atención de sus tropelías y las de los suyos, haciéndose el mártir y estigmatizando al que lo critica, para presentarlo como un enemigo que se opone a su labor transformadora, al que hay que cazar.
Lo advertí desde la pasada campaña, en seminarios sobre violencia política y en diversas entrevistas con medios: su discurso violento puede permear hacia abajo no sólo en sus huestes, sino en otros gobiernos, quienes lo pueden replicar contra sus propios opositores y traducirlo en agresiones físicas; y por opositores no sólo me refiero a partidos políticos, sino a periodistas, activistas, intelectuales, académicos, empresarios, por el simple hecho de pensar distinto, respaldar un proyecto de nación alternativo o denunciar actos criminales o de corrupción cometidos por el poder. Todos estamos en peligro.
El López Obrador presidente no sólo es una calca del joven López Obrador, se parece tanto a los líderes más autoritarios, corruptos, criminales y cínicos de la historia de México que siempre vieron al pueblo como un menor de edad, que no estaba listo para la democracia.
Desde aquí expresó mi solidaridad a Carmen Aristegui y Carlos Loret de Mola, ante los embates y agresiones de un presidente que se ha declarado abiertamente enemigo de la libertad y un traidor confeso a la democracia.