Iván Mercado / @ivanmercadonews / FB: IvánMercado
La corrupción y la impunidad son un binomio poderoso y nocivo que desde hace décadas se ha venido fortaleciendo sin control alguno en nuestro país. La corrupción es definida como “el abuso de poder para beneficio propio” y Transparencia Internacional la clasifica en tres segmentos: gran escala, menor y política, según la cantidad de recursos perdidos o desviados y el sector en el que se registre.
Con base en datos del mismo organismo internacional, México había logrado detener una caída “libre” que venía reportando desde cinco años atrás en las mediciones anuales, al ubicarse en el 2019 en el lugar 130 de 180 países medidos por sus niveles de corrupción en el sector público.
No obstante, el Índice Global de Impunidad, analizado por la Universidad de las Américas Puebla, ubicó apenas la semana pasada a nuestro país en la posición número 60 de 69 naciones revisadas en el último lustro.
La enfermedad es muy grave y sigue avanzando en un paciente que por años ha sido atendido con “mejorales” en una sala de espera, en lugar de someterlo a un tratamiento doloroso pero prometedor, en una obligada área de terapia intensiva.
Por décadas la excusa para erradicar de fondo este mal profundamente arraigado es la misma: “Es mejor ver para delante, para no quedarnos atorados con el pasado”.
Y aunque expuesta de diferente manera, esta siempre ha sido la misma excusa, sin embargo, este México en proceso de transformación, difícilmente aceptará que le den otro “mejoral” y le posterguen la vieja promesa de una cirugía mayor.
El paciente ya no tolerará otra simulación, y de imponersela una vez más, las consecuencias serán más graves que la misma enfermedad. Ya no hay excusas ni espacio para simulaciones.
Las estrategias político-electorales quedan cada vez más expuestas y los bochornosos hechos que han marcado a México desde hace décadas, ahora se exhiben como predecibles capítulos de un melodrama perfectamente conocido por una sociedad que dejó de sorprenderse hace mucho de los niveles de corrupción e impunidad que nos hunden y nos proyectan al mundo.
Aunque se pregone que los promotores de la transformación no son iguales, los escándalos mediáticos brotan desde diferentes escenarios y son protagonizados por distintos actores, pero el mal sigue siendo el mismo.
La degradación y la desconfianza han envuelto al país en un momento en el que las circunstancias económicas, políticas, sanitarias y éticas marcarán inevitablemente las rutas y la rapidez mediante las cuales, cada nación intentará volver a las vías de la relativa estabilidad.
Incuestionablemente, la corrupción es una conducta común de la especie humana que busca acumular poder en cualquiera de sus formas y manifestaciones, desde siempre, esa práctica acomodada en todas las sociedades, en todos los niveles y en todas las condiciones, es descalificada sistemáticamente como si eso fuera suficiente para lograr desmarcarse de un mal común y perfectamente vigente, es sencillamente, un hábito desafortunado de nuestra condición humana.
Sin embargo, señalarla y condenarla ha dejado de ser suficiente.
En el México de la transformación, se está haciendo una práctica común y profundamente peligrosa la exposición masiva de la realidad escandalosa que nos antecede y nos condena.
Y efectivamente, nadie en su sano juicio puede estar en contra de exponer los profundos niveles de corrupción del pasado, pero es incuestionable que el presente no puede quedar exento de la misma vitrina.
Pretender hacerlo así, abre un camino más grave, sobre todo, cuando la sospecha y la difamación sin sustento se está transformando en una especie de deporte nacional. Perseguir, condenar y desprestigiar desde los hambrientos tribunales de la opinión pública no conducen a un verdadero estado de derecho y a una justicia elemental, los únicos que ganan son la manipulación mecanizada y el mensaje inequívoco de impunidad, porque al final del día, ha sido costumbre que en este país históricamente saqueado, nunca pasa nada.
El pueblo bueno y sabio lo sabe, lo comenta, lo apuesta en las charlas comunes, pero también en los círculos donde la información se presume como privilegiada y certera. Al final, la conclusión es la misma: el espectáculo es y ha sido el mismo desde hace décadas, pero el castigo nunca alcanza a los verdaderos responsables de los abusos históricos.
El 2021 es una fecha que en materia electoral marcará el futuro que habrá de tomar este México desafiante, y por ello, seremos testigos hoy como nunca de los excesos, de los abusos, de un sinfín de escándalos, que sin duda, alguna salpicará a todos los niveles, con hechos probados por innumerables videos y audios, así como por dichos y “afirmaciones” que quedarán en el terreno de la acusación y la sospecha, pero con el daño del desprestigio inmediato.
El riesgo que ya cabalga entre los mexicanos, es que de toda esta lluvia de lodo y porquería real o difamatoria, nadie quede lo suficientemente “limpio” para encabezar un movimiento social que reivindique y enderece a una sociedad enferma, consciente y hasta descarada.
Una guerra sin cuartel contra la corrupción es, sin duda, necesaria para quien verdaderamente desea una nación y una sociedad desarrollada, pero esa batalla exige una misma vara y el mismo rasero para quienes hoy, se mueven entre la simulación y el cambio, entre la transformación y el gatopardismo.
Es así que en medio de una tormenta que promete escándalos públicos sin igual, se abre una oportunidad histórica para el presidente Andrés Manuel López Obrador: llevar ante la justicia y encarcelar a uno, dos, tres, cuatro o cinco expresidentes, hasta hoy intocables.
Para hacerlo, hará falta un profundo amor por este país, pero sobre todo, de un compromiso y una convicción inquebrantable con la congruencia.
Esta es, sin duda, la prueba de ácido del actual mandatario federal, quien fácilmente puede pasar a la historia por enfrentar al viejo sistema o voltear la mirada para justificar cooperaciones poco claras y dejar que la deuda de justicia genuina se siga acumulando en un México, plagado de saqueos y simulaciones.