Felipe Sandoval
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El estrés quizá junto con la depresión son dos condiciones en nuestro organismo que vienen aparejadas, junto con la revolución tecnológica. Es definido, dicen los que saben, como cualquier evento que nos pone en tensión.
Por ende, es parte inevitable de nuestra vida, aunque no es malo en sí mismo.
La realidad es que nos estresamos todos los días y más en plena pandemia: se estresan quienes hoy van a ser padres por primera vez, los que se casan, quienes en una mañana tienen que conectar a sus hijos a la escuela en línea, luego a una reunión de negocios, ir al supermercado, desinfectarlo y tomar nuevamente una videoconferencia en medio de todo esto.
En el mercado cambiante y competitivo en el que nos desenvolvemos, donde tanto como organizaciones y como individuos debemos desarrollar y mantener una alta flexibilidad y capacidad de aprendizaje que nos permita una adaptación continua al entorno, el estrés es un mal que ha tomado mayor fuerza en los últimos meses.
La tensión de los empresarios es un problema cada vez más generalizado en nuestras organizaciones, causando malestar, insatisfacción y descenso en la productividad de las mismas. El estrés está estrechamente relacionado con la insatisfacción, la adquisición de malos hábitos alimenticios, para los cuales soy experto, así como con la ansiedad y nerviosismo.
Es cierto que algo de tensión es necesaria y vigorizante, sobre todo porque representa una ganancia potencial, ya que nos mantiene alerta, agudizando nuestros sentidos y atención, y preparándonos para una respuesta rápida.
Sin embargo, el estar expuestos a la tensión, la incertidumbre alta y prolongada, puede ocasionar un marcado descenso en nuestra productividad y desempeño acompañado de un desgaste físico y emocional.
Quizá el alto nivel de competencia al que nos enfrentamos, la búsqueda de poseer, ser y dominar, nos obligue a muchos empresarios a vivir jornadas largas de trabajo, a momentos de incertidumbre constantes y prolongados, entre la baja de trabajo, el pedido que no llega, el colaborador que falta, el pago que no aparece depositado en la cuenta del banco.
Sin embargo, hay que considerar que no generamos estrés únicamente en la empresa. Los factores del ambiente y nuestra propia dinámica personal también contribuyen a echarle leña al fuego.
Le voy a dar una receta; tome una cacerola y coloque a una persona cuyo único ejercicio es correr a contestar el teléfono, échele un embargo precautorio del IMSS, agréguele que estuvo atorado en el embotellamiento de la Prolongación Reforma y llegó tarde a la videollamada. Condiméntelo con la noticia de que salió positiva su prueba COVID, añádale las calificaciones del semestre de su hijo en la escuela, póngalo a fuego intenso por 20 días y tendrá un delicioso y suculento infarto.
El estrés es acumulativo y el colapso se da cuando el vaso se derrama.
Y con el colapso no me refiero propiamente al infarto, me refiero al temple que se agota en el momento preciso en que requiere cerrar el trato con el cliente. Al azotón de puerta que le damos en la nariz a nuestros hijos o a la mentada que le damos a no sé quien porque no avanza en el semáforo, que ha cambiado a verde hace dos microcentésimas de segundo.
Nuestro estrés acaba por influir no sólo en nosotros mismos sino también en quienes nos rodean, en nuestros colaboradores, en nuestros clientes, en nuestras familias, y en el largo plazo acaba por desencadenar repercusiones visibles en nuestra condición física, merma nuestro rendimiento y modifica para mal nuestra conducta.
¿Y qué hacemos? La receta ya la sabemos: ejercicio, alimentación adecuada, jornadas adecuadas de sueño. Claro que son factores fundamentales, pero al interior de la organización también es importante trabajar, porque finalmente desde el punto de vista del empresario es una de las fuentes más importantes de estrés.