Por: Rubén Salazar/Director de Etellekt/ www.etellekt.com [email protected] @etellekt_
El combate a la corrupción es el principal fundamento del proyecto de la autodenominada cuarta transformación (4T), según Andrés Manuel López Obrador. Desde su llegada a la Presidencia de la República prometió barrerla desde arriba y aunque ha mencionado que logró desterrarla, al mismo tiempo ha sostenido que estas prácticas aún prevalecen más abajo.
Pero independientemente de este discurso ¿cuántos servidores públicos han incurrido en actos deshonestos? ¿Qué cambió con respecto a la gestión de Enrique Peña Nieto?
De acuerdo con cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), en los primeros 33 meses de la 4T hubo una incidencia de 58 mil 954 delitos cometidos por servidores públicos a nivel nacional, cifra 35 por cierto mayor en comparación a los 43 mil 670 actos ilícitos en la función pública reportados en los últimos 33 meses del gobierno de Peña Nieto.
Sólo en 2020 se abrieron 21 mil 883 carpetas por estos actos ilícitos, la cifra más alta en los últimos seis años, lo que equivale a un aumento de 85% comparado con los 11 mil 821 delitos contabilizados en 2015.
¿A qué se debe este ascenso? Ante la escasa información complementaria del SESNSP, no queda claro si la razón se debe a un repunte del problema con Peña y ahora con López Obrador.
Una posible hipótesis se encuentra en el uso político de la justicia de parte de los titulares del Ejecutivo, a nivel federal y –principalmente– estatal, para denunciar y perseguir judicialmente a sus opositores por corrupción a través de las fiscalías –a cuyos titulares designan–.
Una práctica que venía acelerándose de tiempo atrás en estados como Puebla y Veracruz, después de alcanzar la alternancia política, en donde gobernadores como Rafael Moreno Valle Rosas y Miguel Ángel Yunes Linares, respectivamente, emprendieron una cruzada en contra de exfuncionarios presuntamente corruptos para encarcelarlos de forma selectiva, puesto que la misma se dirigió exclusivamente hacia sus adversarios políticos.
Esta misma lógica imperó en años posteriores, no sólo contra políticos antagónicos, sino alcanzando incluso a disidentes del mismo partido de los gobernadores. Es el caso de la gobernadora panista, María Eugenia Campos, quien durante la campaña a la gubernatura fue vinculada a proceso por cohecho pasivo, tras ser acusada por el exgobernador Javier Corral de pertenecer a la “nómina secreta” de su antecesor, César Duarte, preso en Estados Unidos con fines de extradición a México por los delitos de peculado y asociación delictuosa.
El caso Lozoya se instala en el mismo remolino de ajusticiamientos políticos, donde lo que importa no es desterrar estas conductas de la vida pública y recuperar lo robado, sino combatirlas como instrumento de propaganda para ganar y conservar el poder, y en el último de los casos, para no pasar de verdugos a víctimas en el futuro.
Aun cuando los gobiernos que emplean esta estrategia pretenden enarbolar un antes y un después con el pasado, y convencer a la ciudadanía de que entre más políticos y funcionarios corruptos sean investigados y encarcelados hay avances en la solución de este flagelo, existen evidencias que reflejan todo lo contrario.
La percepción social sobre los niveles de corrupción no ha mejorado un ápice y abarca a las propias autoridades que dicen combatirla.
De acuerdo con Latinobarómetro, 51 por ciento de los mexicanos creen que tanto el presidente y su gabinete están involucrados en actos de corrupción, sólo por debajo de las policías, a quienes el 54 por ciento de los entrevistados perciben como la entidad más corrupta del país.
Si la mecánica funcionara por lo menos para recuperar fondos públicos malversados, aplicando la esencia de la justicia restaurativa por encima de la prisión preventiva oficiosa, podría abonar a una cultura de la legalidad en el servicio público y borraría aquella frase putrefacta: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.
Por el contrario, si el único propósito es encarcelar a los opositores por representar proyectos de nación distintos, la aplicación de la justicia se convertirá en una arma de violencia política que puede desbordarse de lo electoral a lo social, como en el viejo régimen de partido hegemónico del siglo pasado, ahora bajo la premisa de que vivir fuera de la 4T es vivir en el error.