Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Las “aguas ardientes” no alcanzaban para ambos pues el frío ya tejía una muerte helada y segura.
Filomeno sacó una afilada punta de loza recogida en algún jardín y la enterró, con desgastada fuerza, en la blandengue región cervical de su compadre.
“Diosito… ¿dónde estás?”, dicen que algo así dijo antes de morir desangrado el casi occiso.
Filo quedó a su lado esperando a otro acompañante un poco menos frío.
Como a las cinco de la mañana, dos patrulleros los levantaron en esa esquina de la calle 13 Poniente y Avenida Reforma, del Centro Histórico de la ciudad de Puebla. En el Paseo (Miguel) Bravo, pues.
Uno fue llevado a la delegación de “la tira”, y el César –que era su nombre– a una de las fosas comunes del Panteón Municipal.
Eran los años 70 del siglo XX, cuando estas noticias corrían entre rumores, chismes, irrealidades de ocasión y, en la única y confiable fuente: La Voz de Puebla.
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Puebla es un recetario de románticas historias “queditas”.
Esas que son compartidas en voz bajita “para que nadie las sepa”.
El germano islandés Snorri Sturlunson, desde el siglo IV, impregnó a toda Europa con sus ‘fake news’ que siempre iniciaba con su heredado germánico (que intentaré traducir): “Tómalo en cuenta, pues te voy a contar algo…”.
Dichos y decires que bíblicamente son transmitidos desde hace mucho más de 17 o 20 siglos, pasando por los reinos hispanos, hasta llegar al Paseo (Miguel) Bravo de la Puebla de los Ángeles.
Enciende la grabadora, y cuento.
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Alejandro Coyazo, frustrado torero de amarillos dientes desviados, llegó como un huésped más a la casa correspondiente a sus intereses.
Hoy demolido, era el inmueble gemelo estilo francés que abría el paso a los baños de El Paseo.
Antes del amanecer, Alejandro llegó con la noticia del hecho “rojo” en aquella esquina entre dos miembros del “escuadrón de la muerte”. Uno ya entre rejas y, el otro, ya en un hoyo de la esquina norponiente del cementerio local.
Don Agus, casi a punto de salir a su taller mecánico, continuó cobijado en sus fantasías nocturnas en la sección “sótano” de aquella casa de huéspedes. Obvio, nunca atendió el chisme.
El “arqui” Armando, envuelto entre planos, pasaba otra madrugada sin entender cómo ajustar una regla de T en su maltrecho restirador, una obligación bajo reglamento para titularse al siguiente año. En eso estaba su atención.
Joelito, ajeno a vecinos de catres, dedicaba su atención a sus primeras lecturas como disciplinado morrito de la Facultad de Medicina. A manera de sordo y nerd encubierto.
En fin. Coyazo, en su soledad, no daba crédito a lo visto ante sus maltrechos labios por la sed, el hambre crónica y la marihuana escasa.
A punto de cerrar las cortinas horizontales de sus ojos, ahora escuchó dos balazos.
Asomose por una rendija de aquel sótano de la 13 Sur 703 y vio desvanecerse al mítico león del zoológico del Paseo (Miguel) Bravo, entre un coro de carcajadas de un par de juniors, de esos que presumen lujuriosos los autos de sus padres.
El frío tejió otra muerte helada: César, el indigente y, ahora, César, el rey león del Paseo.
Coyazo intentó gritar, chismear, escribirlo, pero recordó que ni por la primaria había pasado.
Encendió un “churro” para memorizar ambas historias de muerte en la misma noche en el Paseo de Puebla.
La historia de los dos Césares.