Por: Adolfo Flores Fragoso
Unos viejos amigos alemanes que visitaron Puebla hace ya más de tres décadas, quedaron sorprendidos cuando observaron que quitábamos y tirábamos el migajón del pan de cemita y de las tortas. «Se nota que ustedes los mexicanos no han sufrido del hambre en una guerra», fue su comentario.
Otro par de amigos españoles sobrevivientes de guerras también, se encerraban al final del día en la habitación del departamento donde los recibía, y se la pasaban charlando cuatro y hasta seis horas continuas. A pregunta directa me respondieron: «el confinamiento y la soledad nos enseñó a platicar».
Mi abuela Cari, en lugar de cuentos antes de dormir, me contaba largas historias de nuestra familia -los Segura y los Fragoso- que eran sabrosos relatos del principio del siglo XX.
Alguna vez reveló que así era como su madre la distraía a ella y a sus hermanas -encerradas en el sótano de su casa- para que no escucharan los balazos de los revolucionarios que de repente llegaban a su pueblo.
Algo por el estilo deberá dejarnos este trance del virus.
Pero lo más importante: sobrevivir para contárselo a nuestros nietos y bisnietos.