Por: Jorge Alberto Calles Santillana
En todo momento y en todo espacio, la política como tema se hace presente. En los chats, memes y columnas van y vienen; información verídica, las infaltables fake news, rumores, de todo. Cabe la presunción de que, por tanto, los mexicanos estamos conversando sobre política como nunca; estamos siendo, como nunca, ciudadanos responsables, bien informados, ciudadanos críticos. Pero ¿es esto cierto? No es que podamos presumir que nuestros debates políticos cotidianos se hayan caracterizado alguna vez por civilizados y sesudos.
Tampoco que nuestras motivaciones para deliberar con amigos y otros que no los son tanto hayan sido las de contribuir a promover acciones o instituciones que transformen positivamente al país. No es que podamos presumir que nuestros debates políticos cotidianos se hayan caracterizado alguna vez por civilizados y sesudos.
Tampoco que nuestras motivaciones para deliberar con amigos y otros que no los son tanto hayan sido las de contribuir a promover acciones o instituciones que transformen positivamente al país. La verdad es que a la mayoría de nosotros nos mueve le emocionalidad cuando conversamos sobre política.
Sin embargo, en los últimos meses, la visceralidad ha ocupado de manera absoluta ya el terreno de la discusión política. Es tal la polarización en la que vivimos, que los insultos dominan la mayoría de nuestras conversaciones.
En círculos pequeños, en redes sociales, en conversaciones virtuales, seguidores y críticos del presidente prefieren el insulto al diálogo, la denostación al argumento.
Algo anda mal, muy mal. ¿Por qué insultamos? ¿Por qué descalificamos de entrada a quienes no piensan como nosotros? Gústenos o no aceptarlo, lo hacemos porque está de por medio nuestra seguridad emocional.
Todos hemos construido una imagen del presidente con la que estamos comprometidos. Estamos completamente seguros de que López Obrador es tal como nos lo representamos, un dios o un canalla.
Así, cualquier información que resulte discordante con esa imagen nos desbalancea, nos crea disonancia, nos altera. En realidad, lo que hacemos es defendernos.
¡No podemos estar equivocados! Por eso insultamos, porque queremos cerrar la puerta a toda información que no sea la que queremos y necesitamos escuchar. Al insultar reducimos al otro a un ser sin valor, alguien que no merece estar, por eso nos negamos a verlo y a escucharlo. Lo reducimos a la nada.
La verdadera intención al hacerlo, al desparecerlo, es alzarnos nosotros como el todo, el centro de la realidad frente a esa nada en que hemos convertido al otro. Por consecuencia, nuestra verdad permanece intacta, sin daño alguno.
Es tanta la seguridad que nos proporciona esta eliminación que no percibimos que lo que de verdad hacemos es encerrarnos.
Nuestros insultos no son sino muros para alejar al otro; para evitar su ingreso, para eliminar la posibilidad de que su decir nos toque, nos sacuda y nos conduzca a reconocer que frente a los suyos, no hay argumentos de parte nuestra.
No queremos darnos cuenta que a pesar de que creemos haber eliminado al otro discordante, su opinión contraria se mantiene, sólida, en espera de mejor respuesta. Si la hay, la ignoramos y por eso atacamos.
Porque, en realidad, el insulto es el recurso del ignorante. Quien siente que nada puede responder, opta por descalificar.
Borrar al otro significa ahorrarnos el esfuerzo de producir nueva información, de crear conocimiento que pruebe que lo que él otro ha dicho no se sostiene ya que los hechos permiten una interpretación diferente.
Insultamos, pues, porque no queremos escuchar, no queremos reconocer la identidad del otro así como la posibilidad de que su perspectiva guarde mayor concordancia con la cadena de sucesos a nuestro alrededor.
Y no hay nada más peligroso en política que no escuchar. Nada hay peor que las verdades incontestadas. Nada hay más peligroso, pues, que las verdades construidas en cámaras de eco.
Reducir a la nada al otro sólo nos permite escucharnos a nosotros mismos y terminar por convencernos ciegamente de lo que ya creíamos. Son tiempos difíciles. Son tiempos que reclaman mucha conversación.
Conversación, seria, profunda, crítica. Escuchemos, pues, al otro, por desafiante y peligroso que nos parezca. Si dialogamos descubrimos que después de todo no es tan peligroso; descubriremos que el real peligro radica en ese nosotros encerrado, amurallado, presto al insulto. Hagámoslo. México lo necesita.
Nuestra democracia en peligro lo requiere. Para nosotros, los ciudadanos, resulta vital. Recordemos que como Diógenes el filósofo griego dijo: “el insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe”. “Detrás de la insolencia viene el insulto, sostuvo alguna vez el rey sabio Salomón, mas con los modosos está la sabiduría”