Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Fue rescatada por el Doctor Efraín Castro Morales, único cronista vitalicio y emérito de la ciudad de Puebla.
Aún en vida, gran orientador y amigo de quien teclea en esta tarde nublada sobre estas cosas. “Crónica. Las Fiestas de Septiembre en México y Puebla (1869)”, de Ignacio Manuel Altamirano. Comparto tres párrafos de su autoría: “Pero de repente el tren se detuvo y dio fin a nuestras filosóficas reflexiones: estábamos en Apan (Hidalgo), que se divisa a poca distancia con su pequeña iglesia triste y fea, con sus caseríos sucios y con sus callecitas solitarias; ni un árbol hay en este pueblecito adonde no quisiéramos que nos confinaran porque nos moriríamos de tedio; ni un mal huertecillo, ni una enramada de calabazas ni de chayotes.
Fuentes, Dios las dé; flores, sólo que se produzcan debajo de la tierra; francamente no sabemos qué diablos haya en este Apan tan polvoroso y tan lóbrego como un nido de hurones.
“Pero volviendo a la estación, solemne chasco nos habríamos llevado si no hubiéramos confortado nuestros estómagos con un regular almuerzo antes de meternos al tren. Sólo hay en el paradero de Apan una mala cantina con media docena de tortas conteniendo en su seno los mantenimientos del día anterior, aguardiente rasposo como un cepillo de ropa; y más allá, una barraca levantada sobre un montón de piedras, que contiene a una indígena fabricante de enchiladas y profesora de alquimia, pues convierte en chile, en masa, en cebolla y carne todo lo que encuentra a la mano; y aún así, fortuna es y grande poder conseguir de ella una de sus chalupas odoríferas, capaces de indigestar al padre Saturno.
“Después de quince minutos de detención, el tren continuó su camino: ya entonces, nosotros, por una sonrisa de la suerte, nos encontrábamos metidos en el vagón del Presidente y de los ministros. Allí disfrutamos de las delicias de un lunch suculento (las chalupas de Hidalgo), y con el bienestar que esto produce pasamos las horas muertas frente a Guillermo Prieto, que se hallaba expansivo en el más alto grado por la misma causa”.
Hasta aquí un fragmento de una inolvidable y memorizada crónica de Ignacio Manuel Altamirano, quien iba con la compañía del presidente Benito Juárez y sus antojos de chalupas de Apan en 1869, como deja constancia en su crónica.
Con destino a la inauguración del ferrocarril de Puebla.
Chalupas las hubo anteriores en el actual estado de Hidalgo, y otras muy extrañas con lechuga y queso fresco en la ciudad de México, en los años iniciales del siglo XVIII.
Eso sí, siempre ahogadas en manteca. Siempre pequeñitas, “para que alcance la masa, niño”, decían las chaluperas. Una historia que nos hunde en salsas y mantecas, después de navegar en una chalupa mexiquense, hidalguense, tlaxcalteca o poblana.
“¡Sírvanme un una orden de doce, por favor!”, hemos dicho.
Y muy mantecosas.