Por: Juan Pablo Proal
Leemos profundos análisis de intelectuales con cierto reconocimiento social. Comentarios, publicaciones y tweets. Es un tema abordado desde ángulos científicos, antropológicos, filosóficos y hasta simplemente viscerales: las redes sociales.
Concepto tratado con fastidiosa regularidad y, al mismo tiempo, una realidad de la que prácticamente ningún ciudadano con cierto grado de socialización podemos escapar.
Mi relación con ellas, como la de muchos más, es de amor y odio. Por un lado tengo una agencia de marketing digital que me otorga ingresos, en gran parte, por el manejo de redes sociales de empresas, y por otro, detesto en lo que nos han convertido.
Sí, sé que la humanidad no tiene salvación y quizá no la ha tenido nunca. Que el odio, la imbecilidad y la mezquindad no han dejado de acompañarnos; pero estoy seguro de que las redes sociales han potenciado lo idiota, y lo miserable que llevamos dentro.
Y no solo lo han potenciado, lo han reinventado, le han impuesto un nuevo lenguaje. Hace algunos meses uno de mis mejores amigos me invitó a impartir una clase de emprendedurismo en una de esas universidades, ejemplo para la cultura hipster; sí, ese intocable púlpito de jóvenes-promesa-liberales-comprometido-socialmente-con-los-pobres.
Me comentaba que la inmensa mayoría de sus alumnos hasta hace unos años soñaba con ser emprendedor, pero hoy en día no tiene otro objetivo más que ser influencer o youtuber. Corroboré su testimonio al percatarme del predominante déficit de atención y nihilismo de mi escaso auditorio.
Entrar a los temas tendencia de Instagram es ver una colección de traseros al semi-desnudo. Vientres planos y bronceados, tetas redondas y perfectas, músculos torneados y sonrisas geométricas. Perfiles con miles de seguidores y me gusta a cambio de ofrecer postales de su cuerpo homogeneizado.
Entrar a Twitter es leer agudos comentarios mordaces; discusiones sobre datos, contradicciones pasadas o quién ofrece la mejor cita. Vemos detrás de cada tweet a un hombre con un saco de pana, barba abundante y hablando frente a un micrófono en algún panel universitario. Y también, miles de seguidores que pagan con su tiempo y retuits por esa metralleta de ironías y sátiras. Entrar a Facebook es entrar al mundo mismo.
Un universo de divertidos memes, videos chuscos, comentarios sobre conspiraciones alienígenas, adoradores de la Iglesia de Nuestro Perfecto Señor Peje de los Últimos Días o neoderechistas que nos condenan a la extinción del mundo por abandonar a la Santa Madre Iglesia.
Entrar a Snapchat es… Está bien, no uso Snapchat. Pero entrar a TikTok es… Tampoco lo veo, sólo siento unas profundas ganas de vomitar cuando me sale el post de un cuarentón tratando de hacerse el chistoso editando un video soso con alguna voz chillona.
El punto es que nunca habíamos estado tan conectados y nunca habíamos estado tan solos. Tener unos cientos de seguidores nos ha hecho creernos Kim Kardashian o Slavoj Zizek o Rob Halford -según sean los modelos aspiracionales personales-. Tratamos a los demás como fans y estamos ansiosos de la vacía aprobación reinante en un me gusta. Estamos vacíos, de la mente, del espíritu, del corazón y de las palabras. Nos comunicamos con traseros y dardos venenosos. Nos creemos únicos y especiales en medio de un infinito mar de personas únicas y especiales. Pero en el fondo sabemos que estamos solos.
Siempre estuvimos solos, pero hoy la soledad corroe, regaña, nos patea la cara. Así que corremos a publicar un nuevo comentario, para que el robótico algoritmo nos premie con serotonina y aliviar así el crudo silencio que nos acompaña todos los días.
Pero no abandonamos las redes sociales. Eso jamás. No queremos perder la oportunidad de ser felicitados por cientos en nuestro cumpleaños.
De reír con memes y enterarnos de las tendencias sociales. De coquetear con uno -o variosdesconocidos y de saber noticias de esa tía lejana que quisimos mucho en sexto de primaria porque nos dio un regalo de cumpleaños. De pertenecer a esta época, tan sola, tan volátil, tan llena de posibilidades y tan pobre de experiencias, pensamientos y genuina rebeldía.