Por: Adolfo Flores Fragoso [email protected]
Para demostrar “pureza de sangre e hidalguía”, la familia Reynoso logró la autorización del Cabildo de Puebla para que le fuera otorgado su escudo de armas, el 2 de agosto de 1776. Un boceto del mismo aparece en el libro “Escudos de Armas y Genealogías del Siglo XVIII en la Puebla de los Ángeles”, editado por el Archivo Histórico del Municipio de Puebla en la administración de Rafael Cañedo Benítez.
En esa misma sesión de 1776, Juan Ochoa de Elexalde Heredia, un conquistador siempre leal a Hernán Cortes, obtuvo el certificado post mortem de su heráldica, que ya en 1546 le había sido otorgado por real cédula. Residió en nuestra ciudad después de haber sido alguacil mayor de Veracruz.
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El escudo de armas de Godofredo de Plantagenet -conde de Anjou, duque de Normandía, conde de Touraine y de Maine, y fundador de su dinastía- es considerado el primero conocido gracias a un grabado realizado a mediados del siglo XII. Sobre un fondo azul intenso aparecen uno, dos y tres leones dorados, así, en orden ascendente.
En el medievo, el escudo militar era la principal defensa en las batallas y era pintado por cada caballero para poder ser identificado en el campo de batalla por su origen y sus cualidades y, en caso de morir, saber quien era el portador del mismo. De ahí el origen del nombre “escudo de armas”, a manera de heráldica militar.
En siglos posteriores, hubo otras heráldicas: la política, religiosa, de la realeza y la gentilicia, esta última utilizada por los caballeros que participaban en los torneos.
La heráldica gentilicia destaca el lugar de origen de una persona, de una familia o su linaje. Sus logros. Su riqueza. O sus aspiraciones. De ahí la importancia de mantener una genealogía inmaculada. Pura.
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Pescados frescos cocinados bajo la rigidez de los recetarios del Mar del Norte, fue la cena en aquella ocasión. Tintos, sidras, manzanillas, alcoholes de roble y hasta orujo circularon entre tres mesas de invitados. El anfitrión alzó la copa, observó a su hija y al yerno próximo.
Sus ojitos se transformaron en dos mojadas canicas (si es que una canica puede mantenerse mojada).
Observando un inmenso escudo de armas y un pequeño y muy desgastado certificado en esa pared poblana, orgulloso delató: “Hijos, tres siglos de proteger nuestra reino, nuestra raza. ¡Nuestra pureza de sangre!” Aplausos, regocijo, y el ambiente se perfumó de puro puro.