Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Cierta reseña del escritor Antonio Ortuño da cuenta de la imposibilidad de entender la creatividad de un Nietzsche sin la sífilis, de Hemingway sin su alcoholismo, de Sylvia Plath sin su depresión enferma y extrema, Proust sin asma, Kafka sin tuberculosis, del comedor compulsivo que fue G. K. Chesterton, o los adictos impenitentes que fueron William Burroughs, Oscar Wilde, Mary Shelly y Aldous Huxley –quien compartió experiencias en “Cielo e infierno”, y otros ensayos exquisitos menores–, entre otros.
James Graham Ballard atrevió a decir que los grandes escritores se “crearon” en la más baja moral, una frase que nunca he entendido pues mi abuela me enseñó que la moral es aquel árbol que da moras.
El texto viene a cuento, pues recientemente escuché una vieja entrevista de Borges donde cita a Rudyard Kipling y su creativo resplandor en la etapa terminal de cáncer a través del espumosamente decantado poema “Himnos al dolor físico”. Aunque prefiero ese testamento previo de “Si” (If).
Cito:
Si puedes mantener la sensatez cuando a tu alrededor
todos la pierden y te culpan;
si puedes confiar en ti cuando todos de ti dudan
y a la vez ser comprensivo con sus dudas;
si puedes esperar y no desmayar en la espera,
o siendo tú engañado, no prestarte a la mentira;
o siendo odiado, no dar lugar a más odio,
e incluso no aparentar demasiada bondad si puedes soñar, y no ser siervo de tus sueños;
si puedes pensar sin hacer de los pensamientos tu objetivo;
si puedes vértelas con el triunfo y la derrota
y tratar de igual manera a ambos impostores;
si puedes tolerar el oír la verdad por ti enseñada
y convertida en trampa para necios,
o contemplar las cosas por lo que diste la vida, destruidas
y tomar impulso y reconstruirlo con gastadas herramientas;
si puedes hacer un montón con todas tus ganancias
y arriesgarlas en una tirada a cara o cruz
y perder, y empezar otra vez como al principio
y nunca dejar escapar ni un suspiro por tu pérdida;
si puedes forzar tu corazón, tus nervios y tendones
para seguir adelante mucho después de haberlos perdido,
y resistir así, aun cuando ya no quede nada en ti
salvo la voluntad a la que les dice: ¡Aguanta!
Si puedes hablar con multitudes y conservar tus virtudes,
o caminar junto a reyes sin perder el sentido común;
si ni enemigos ni amigos entrañables pueden herirte;
si todos los hombres confían en ti, más ninguno en demasía;
si puedes llenar cada inexorable minuto
con el valor de sesenta segundos de distancia recorrida,
tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella, y, lo que aún es más importante, ¡serás un hombre, hijo mío!
Quienes han estado al borde de la muerte en la agonía extrema en esta pandemia, entenderán estos versos del autor de “El Libro de la Selva”.
Una vida que a veces se convierte en una dantesca “selva selvaggia”.